Federico García Lorca, poeta nómada de verde luna
Federico García Lorca. Loca. Enloquecido. Insaciable. “No, no. Yo no pregunto, yo deseo”, dijo en el ‘Poema doble del Lago Eden’. “Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas”, habló a través de la voz estéril de Yerma, protagonista de una de sus piezas teatrales. Decía estar siempre alegre, alejado de los nervios, porque dormía mucho, y también porque no se quedaba quieto ni satisfecho. Adonde aterrizaba iba en busca de amigos y muchachas. Lo único que le interesaba era divertirse, salir a conversar por largas horas, aspirar el aire sediento de las ciudades donde se instalaba: Madrid, Cadaqués, Nueva York, La Habana, Buenos Aires, Montevideo.
Con los años se puso más moreno y gitano. Más nómada y travieso. Vivía al ritmo de un pelotón de caballos desbocados en la llanura de su mente. La piel caliente, el corazón inquieto. A sus pulsiones las colonizó y, por eso, pudo amar.
“El amor está en las carnes desgarradas por la sed,/ en la choza diminuta que lucha con la inundación;/ el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,/ en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas/ y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas”, escribió en ‘Grito hacia Roma (Desde la Torre del Chrysler Building)’. Varios y severos nombres masculinos desfilaron por los bordes de su cuerpo: Salvador Dalí, Emilio Aladrén, Enrique Amorim, Rafael Rodríguez Rapún, Juan Ramírez de Lucas, Eduardo Rodríguez Valdivieso, y el resto de hombres que se imantaron a las irregulares lunas de Federico.
“Hay que tener el coraje de romperse la cabeza contra las cosas y contra la vida... El cabezazo... Después veremos qué pasa... Ya veremos dónde está el camino. Algo que también es primordial es respetar los propios instintos. El día en que deja uno de luchar contra sus instintos, ese día se ha aprendido a vivir...”, dijo el poeta que cuando se desplazaba a cualquier lugar perdía su identidad. A eso, su fenómeno, lo llamó la “inquietud de estación”: dejarse arrastrar, llevarse por la multitud, volcarse a lo desconocido hasta quedar aturdido, “ausente de todo lo que le rodea”.
Lo último, para Federico, era la literatura. Lo dijo en una entrevista. No se proponía hacerla, ella le invocaba. Escribía sin parar por meses para luego entregarse, íntegro, a la existencia. “Escribir sí, cuando estoy inclinado a ello, me produce un profundo placer. En cambio, publicar no”. También buscaba, y mucho. Insatisfecho, iba tras las huellas de “ese fluido inasible” que era el ‘duende’. El arte, para él, solo era posible y adquiría interés cuando se realizaba al instante, en vivo, en lo esencial. “Yo no quiero admirar al artista en sí. Eso no tiene importancia. Es el hombre como realización lo que vale, la humanidad del individuo, su capacidad de humanidad”.
La presencia de la materia, de los objetos, de los seres, de los sudores le era necesaria. Por eso el teatro fue su mejor morada, a la que habitó del habla corriente, de la música, del campo, de mujeres no desesperadas, pero sí intranquilas. “Yo arrancaría de los teatros las plateas y los palcos y traería abajo el gallinero. En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas. ‘¿Trae usted, señora, un bonito traje de seda?’. Pues, ¡afuera!”.
Vio suceder la muerte en sus pálidos ojos, en un continente ajeno al que lo vio nacer, antes de que lo fusilaran, cuando ya había terminado su “drama de la sexualidad andaluza”, La casa de Bernarda Alba.
Un día, en Nueva York, observó 6 suicidios mientras caminaba por la calle. Vio cómo un hombre descendía del Hotel Astor y “quedaba aplastado en el asfalto”.
En Bodas de sangre, publicada luego de su estadía en Estados Unidos, la madre de la novia decía lo que Federico ya había somatizado en su conciencia: “Ya todos están muertos. A medianoche dormiré sin que ya me aterren la escopeta o el cuchillo. [...] yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto”. Y Leonardo, otro de los protagonistas, sentenciaba: “Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quién las arranque!”.
El poeta nómada de verde luna, que nos fue arrebatado hace 80 años, sabía que “hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora” y que “el cielo tiene playas donde evitar la vida”. “Vamos a buscarlas”, diría una buena y pequeña amiga. Allá es donde él nos espera, impaciente. (I)