El pasado 12 de noviembre, la Corporación Latinobarómetro, una ONG sin fines de lucro con sede en Santiago de Chile, publicó un informe titulado La confianza en América Latina 1995-2015, 20 años de opinión pública latinoamericana pública latinoamericana. El estudio, después de analizar este concepto en 18 países y su evolución en los últimos 20 años, concluyó, de forma tajante, que «América Latina es la región más desconfiada del mundo». Los niveles de confianza interpersonal son, en comparación con el resto de regiones, llamativamente bajos, ya que 8 de cada 10 personas no confían en el otro, mientas que, por ejemplo, en los países nórdicos ―habitual punto de comparación en cuestiones éticas― 8 de cada 10 sí lo hacen. Los latinoamericanos confían, esencialmente, en las personas normales y corrientes como sus compañeros de trabajo (70 %) o sus vecinos (63 %), y en la Iglesia (69 %) ―entendida como todas las religiones y no sólo y exclusivamente como la Iglesia Católica―, la institución mejor valorada en estos últimos 20 años. En el otro extremo del ranking, encontramos al grueso de las instituciones políticas: partidos políticos (20 %), Congreso (27 %), sindicatos (29 %), Poder Judicial (30 %), Gobierno (33 %)… Pero, ¿qué es la confianza y para qué sirve? La palabra, etimológicamente, proviene de las voces latinas «con» y «fides» ―que significa fe―. Confiar en alguien es tenerle fe, es poder prever cómo actuará, es ser capaz de anticiparse a sus actos, es creer que hará lo que dice. No es un acto solitario y privado, sino que su naturaleza radica en la subjetividad, en las relaciones que existen y construyen los sujetos, sean éstos individuales o colectivos. Como tal, es algo cambiante, dinámico, renovable. No se le tiene confianza a alguien a la primera, para siempre y en todos los ámbitos de la vida, sino que ésta puede disminuir o aumentar con el tiempo, así como también puede variar frente a nuevas circunstancias y escenarios, hasta incluso puede convertirse en (des)confianza, o viceversa. El acto de confiar se basa, eso sí, en experiencias pasadas y en su regularidad… Si un sujeto actúa generalmente de una cierta manera, será más o menos proclive a generar confianza. Esta curiosa relación temporal llevó al filósofo Darío Rodríguez, en el prólogo del libro Confianza de Niklas Luhmann, a definirla como «una apuesta, hecha en el presente, hacia el futuro y que se fundamenta en el pasado». El mismo Luhmann habla de un «capital confianza» que los actores (individuales, colectivos o institucionales) deben conservar y, de ser posible, hacer crecer. En América Latina, como se observa a partir de dicho informe, este «capital confianza» es mínimo. Los investigadores de Latinobarómetro, a fin de explicar esta particular situación, esgrimieron dos causas interrelacionadas. La primera ―la que resulta algo polémica― alude a la identidad latinoamericana: «el ‘fraude social’ es parte de la cultura. Es la pequeña corrupción de las costumbres, sobre la que se basa la corrupción que penetra los estados y el sector privado. Es posible hacer fraude social, es posible ser corrupto, y no tener sanción, en nuestras sociedades». No se trata, pues, de una crisis puntual y pasajera, sino de un fenómeno constitutivo de la cultura latinoamericana. Sin embargo, no existe nada que nos indique que los latinoamericanos sean, por naturaleza, menos fiables, que, por ejemplo, los escandinavos. En segundo lugar, se culpa a la desigualdad, ya que se entiende que en un escenario semejante «lo que se puede anticipar es que la gente intente a toda costa disminuir la desigualdad pasando por encima de todas las reglas si es necesario». El análisis histórico muestra que la confianza prácticamente no ha variado en los últimos años. Desde 1995 se mueve entre el 16 y el 23 %, ni siquiera varió con el boom económico de los últimos años, con la disminución de la pobreza en 100 millones de personas, con la baja del coeficiente de GINI del 0,54 en 2000 al 0,5 % en 2010, con el aumento de la educación… ya que parece que la desigualdad latinoamericana tiene raíces históricas muy difíciles de olvidar y extirpar. Existen, junto a estas dos causas, otras realidades que pueden ayudarnos a comprender el complejo fenómeno de la desconfianza en la región: bajos niveles de asociacionismo y cooperativismo, recuerdo de dictaduras y estados de excepción, inmadurez de las instituciones democráticas, escándalos de corrupción, estratificación y exclusión social (más que la desigualdad económica), brecha de género, consumismo, privatización de servicios y bienes públicos, etc. Luhmann entendía la confianza como un mecanismo para la construcción de lo social y como un requerimiento para que la sociedad no incurra en una situación de caos. Sin llegar a tal extremo, la falta de ella sí puede afectar negativamente a la calidad democrática, al progreso social y al desarrollo económico. Necesitamos aumentar el capital confianza de la sociedad latinoamericana, de sus políticos, de sus instituciones. Los políticos deben mejorar su credibilidad, sin duda uno de los valores políticos más relevantes, y aprender a administrar la confianza que los ciudadanos depositan en ellos cada cuatro años. La coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace es fundamental. La confianza es extremadamente frágil y se gana y se pierde con muchísima facilidad; y cuando esto sucede, resulta prácticamente imposible restablecerla. Dick Morris, quien fuera asesor de Bill Clinton, solía decir que: «Un político no sólo necesita apoyo público para ganar las elecciones, lo necesita para gobernar. Quien no calcula cómo mantener su apoyo todos los días y sobre cada tema, casi inevitablemente caerá». Las elecciones dan legalidad, no legitimidad. La legitimidad viene asociada a la confianza pública. Y el camino no es otro que una mayor transparencia y la absoluta ejemplaridad de políticos y funcionarios. No se necesitan sólo votos, sino prácticas morales y éticas. Las sociedades, por su parte, tienen que pasar de la desconfianza a la vigilancia. Hay lugar para una ciudadanía crítica y exigente ―consigo misma y con sus representantes― y, al mismo tiempo, capaz de confiar y ser confiable. No hay que temerle a la confianza… ya que no paraliza, construye. (O)