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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

¿Ya perdimos la batalla ideológica?

21 de junio de 2015

Queda demostrado que los pobres no importan. Por los gritos de los ‘banderas negras’ en la avenida de Los Shyris (que se vayan los ‘sureños’, los ‘pobretones’, los ‘muertos de hambre’, entre otros epítetos) no hay duda de que pervive ese racismo, xenofobia y clasismo en los grupos que se autocalifican de democráticos y libertarios. ¿Y esto revela que la batalla ideológica ha fracasado? ¿Que las lógicas del mercado y del consumo se imponen a cualquier buena intención de equidad, igualdad y justicia social? ¿Que el paradigma por el cual hay que ‘luchar hastas las últimas consecuencias’ es el de esa cultura blanco consumista, por la familia, la tradición y la propiedad privada?

Lo que menos importa es que desaparezca la pobreza. ¿Qué importa entonces? ¿Arrebatar el poder político, devolver a las élites económicas su hegemonía totalizadora, para imponer su modo de vida, de ver el mundo, de extender al resto su expectativa de realizaciones? ¿Garantizar consumo, banalidad, cero solidaridad y ninguna redistribución de la riqueza?

Según las opiniones de los ‘banderas negras’ y los ecos en la ‘gran prensa’ privada importa la herencia y el patrimonio. Y esto también coloca en otra dimensión el debate político, no solo en la oposición o los afines al Gobierno: la concentración de la riqueza y la existencia de ricos muy ricos, los lujos y patrones de consumo bien marcados por el neoliberalismo no van a desaparecer porque es la ideología que domina la vida y el modo de ser y hacer cada una de nuestras realizaciones individuales. La austeridad, la modestia y ‘el andar ligero’ (como dice Pepe Mujica) son valores para pendejos, sureños, muertos de hambre y para un misticismo franciscano añejo y pobretón.

Quizá la primera encíclica del Papa Francisco explica mejor las causas de esta situación generalizada en el mundo. Pero para aterrizar en Ecuador no hay duda de que una revolución democrática nos está haciendo falta a todo nivel, sobre todo en el imaginario de los ciudadanos, para que el dinero no sea el patrón o dios.

Eso pasa, además, por entender para qué sirve un proyecto político, más allá de sus obligaciones gubernamentales. ¿Si no se transforma la cultura, se ponen en entredicho las ideas y las ‘tradiciones’ o se construye un acuerdo social para renovar el sentido del progreso y el desarrollo ese proyecto político se desvanece o deslegitima en cada período electoral?

Sabiendo de antemano -como lo enfatizan algunos autores- que toda revolución democrática debe tener como objetivo estratégico la redistribución de la riqueza, eso también requiere de una tarea muy inteligente y creativa para fomentar otros valores y expectativas de vida, sobre todo en quienes tienen poder económico y en aquellos que aspiran a un bienestar general.

Es triste reconocer que las clases medias miren solo a los de arriba como su aspiración vital y más que asuman como propias las luchas de los que sí tienen qué heredar. Y más triste aún saber que una revolución pacífica no pueda vencer esas estructuras mentales dominadoras y hasta esclavizantes para sostener forever a los dominadores como el modelo de vida a seguir. (O)

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