“Si ganamos la elección, decimos que todo estuvo bien; si perdemos, decimos que hubo fraude”. Esta es la obvia estrategia de las derechas en muchos países latinoamericanos. Al menos, así ha quedado demostrado en la Argentina, donde esa derecha era -hasta fines de 2015- opositora al gobierno de entonces, encabezado por Cristina Fernández de Kirchner.
En el año 2009 había elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires. La fenomenal campaña mediática de desprestigio hacia el kirchnerismo -que todavía sigue al día de hoy- sostenía sus estudiados procedimientos: si la presidenta se vestía bien, es porque gastaba en fastos; si vestía mal, es porque despreciaba cuidar su imagen ante los ciudadanos. Si hablaba muy fuerte, es porque era histriónica y enojosa; si hablaba bajo, porque debía estar deprimida y seguramente tenía “personalidad bipolar”. Si vestía de luto tras la muerte de su esposo era que fingía para obtener votos; si ya no vestía luto, era señal de banalidad y desidia hacia la memoria de su marido. Y así hasta el infinito; es una historia que se conoce también en otras latitudes: campaña perversa basada en trivialidades, pero que opera como gota que a largo plazo horada la piedra.
Dentro de ese enrarecido clima político -que las derechas mediáticas producen, pero del que culpan a los gobiernos a los que atacan-, se dio la elección legislativa del año 2009, cuando Néstor Kirchner se presentó para diputado nacional en la provincia de Buenos Aires. Allí, una histriónica y ensoberbecida legisladora del que ahora es el oficialismo, se cansó de recorrer sets televisivos hablando del supuesto fraude que preparaba el gobierno kirchnerista de entonces. Por supuesto, nadie tiene pruebas de lo que no ha de suceder y por ello la denuncia se basaba en supuestos, en trascendidos, en corazonadas. Es decir: en nada.
Sobrevino la elección. Néstor Kirchner perdió frente a una oposición semiunificada aunque sin nada en común que no fuera su antikirchnerismo, por apenas dos puntos de diferencia. No hubo ningún problema durante la elección, ni tampoco durante el escrutinio de los votos. Apenas sabidos los resultados finales, esa misma noche Néstor Kirchner reconoció no haber ganado. No hubo denuncia de fraude, ni de irregularidades, ni siquiera protestas, ni nada. Los diarios hegemónicos se olvidaron del pretendido fraude para ahora hablar de triunfo: cuando ellos ganan, parece, nunca hay sospecha de fraude de su parte.
Ya hacia el año 2015, tuvimos repetición calcada de la misma payasada de la derecha en la provincia norteña de Tucumán. Tras perder la elección, la derecha lanzó una feroz campaña de desprestigio hacia las autoridades electorales, pretendiendo que habían existido irregularidades. Lo curioso es que cuando se descubrió que efectivamente hubo algunas maniobras extrañas, las habían cometido los entonces opositores, los candidatos de la derecha derrotada. Igual, lograron crear mediáticamente la idea extendida de un posible fraude, el cual quedó desmentido rotundamente en la muy próxima elección posterior, en la que el peronismo arrasó en Tucumán, dejando a la derecha conservadora en el ridículo de su acusación falsa y gratuita.
No está de más recordar la fábula del pastor mentiroso. Al principio le creyeron, pero ya luego se dieron cuenta de sus falsedades. A los políticos mendaces y los medios ocultadores de la verdad, les suele ocurrir lo mismo. (O)