El referéndum del 15 de enero de 1978, en el que triunfó el proyecto de Nueva Constitución; y enseguida, las elecciones de doble vuelta para la presidencia, mecanismo utilizado por primera vez en la historia ecuatoriana, marcaron el inicio de la fase más larga de gobiernos constitucionales en la vida política nacional. La inauguró el progresista Jaime Roldós (1979-1981) quien triunfó frente al derechista Sixto Durán Ballén, quien fue el primero en levantar la idea de “fraude electoral”, para deslegitimar al “comunista” Roldós.
Desde 1979 los sucesivos presidentes se originaron en el voto ciudadano, exceptuando las sucesiones gubernamentales decididas por el Congreso, a raíz de los derrocamientos de Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005).
La acumulación de experiencias afirmaron los procesos electorales y hay suficientes estudios sobre ellos. Comprueban que permanentemente se garantizó la transparencia, a pesar de que los perdedores presidenciales, en distintos momentos, intentaron posicionar la idea de “fraude”. Las inconsistencias, errores numéricos o actas confusas, que resultaron normales en todas las elecciones, siempre fueron incidentes marginales; de modo que por sobre las calenturas del “fraude”, desde 1979 han sido respetados los resultados electorales.
Solo las elecciones de 2017 han roto con la historia pasada.
Sobre la experiencia histórica de décadas, las juntas receptoras de votos se integraron con ciudadanos (muchos universitarios) y con delegados de los partidos; allí se efectuó el conteo de votos; hubo controles y verificaciones que incluyeron el sistema informático; presencia de observadores internacionales; las actas fueron escaneadas y subidas al internet; hasta el Secretario General de la OEA sostuvo que se monitoreó el proceso e incluso se realizó un conteo rápido. Es imposible realizar un “fraude” bajo esas condiciones.
Pero el estrecho margen del triunfo de Lenín Moreno frente a Guillermo Lasso ha servido de pretexto para tratar de incendiar al país con la idea del “fraude”. Y entre quienes la auspician se ha llegado a tal grado de irracionalidad, que tampoco importan la democracia, las leyes, los procedimientos jurídicos, ni las instituciones. Es, simplemente, la prepotencia de la ultraderecha al servicio de una elite bancario-empresarial. En las calles hubo expresiones de violencia, clasismo y racismo, heredados del antiguo sistema oligárquico, que aún pervive en su imaginario social. Y también se ha cumplido con la estrategia de los “golpes blandos”, que es bien conocida y estudiada en América Latina.
En lo de fondo, se ha evidenciado que el sector progresista y democrático de la sociedad, cuyo voto (51.15% de los electores) se expresó en la candidatura de Lenín Moreno, representa un “peligro” de ascenso popular, capaz de alcanzar una hegemonía histórica que impediría el retorno al poder del Estado de la elite otrora dominante en el país.
Las elecciones de 2017 han marcado así un momento decisivo de polarización y confrontación política entre dos proyectos diferentes de economía y sociedad. (O)