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El Telégrafo
Orlando Pérez, Director de El Telégrafo

Esa enorme y triste angustia de expresar cualquier opinión

07 de junio de 2015

No soy culto, como algunos quisieran y como otros acertadamente me califican. Hay lecturas luminosas que revelan al menos culto -hasta al ‘idiota’ del pensamiento- certezas que solo son tales cuando se contraponen a verdades supuestamente inamovibles y fijaciones determinantes.

Por ejemplo: la libertad de expresión constituye ahora un valor absoluto de la democracia. Y nadie duda de que deba ser así, que todos tengan derecho de expresarse y dar su opinión libre pero también autónoma. Sin embargo parecería que sin ella nada es posible, todo está perdido para la sociedad. Incluso que los ciudadanos simples y corrientes sin ella estarían condenados a la pobreza y al ostracismo.

Pero miren quién escribe este párrafo, de quién salen estas ideas luminosas, que no son de ningún alfarista, bolivariano o revolucionario del siglo XXI. Analicen hasta dónde esto desmorona todos esos lugares comunes, que como tales se vacían de contenido y adquieren esa dimensión perversa desde la cual se asume todo sin la racionalidad ni la reflexividad necesaria para entenderlo:

“La dificultad hoy en día no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres de soledad y silencio en los que encontremos algo que decir. Fuerzas represivas ya no nos impiden expresar nuestra opinión. Por el contrario, nos coaccionan a ello. Qué liberación es por una vez no tener que decir nada y poder callar, pues solo entonces tenemos la posibilidad de crear algo singular: algo que realmente vale la pena ser dicho”.

Lo escribe Gilles Deleuze cuando anuncia su Política del silencio, allá por 1995, cuando todavía no habían redes sociales y esa proliferación de voces, mensajes, opinones y ruidos, bajo el ropaje de opinones sesusas e ‘ilustradas’.

Todo esto, de hecho, nos lleva a pensar hasta dónde estamos usando la muletilla de la libertad de expresión como una cobija o bandera para no decir nada, para que solo tengan cierto protagonismo determinados sectores o voces con canales propios para hacer ese ruido, sin un sentido claro de contribución a la profundización de la democracia.

Y al mismo tiempo me pregunto si en los medios de comunicación se ha desviado la atención fundamental de su trabajo (o su servicio, porque ya algunos eso olvidaron como su tarea esencial) por concentrarse en el ‘cuco’ de la pérdida de la libertad de expresión. Gracias a ese desvío ahora ya no hacen periodismo, todo es ‘opinable’ y con ello ‘influenciable’. No importa el dato comprobado, contextualizado, verificado. Lo urgente es opinar. Por eso ocurren problemas como el de aquel abogado, defensor de los derechos humanos, articulista de un diario de propiedad de un ciudadano mexicano, que por hacerse eco de una noticia falsa (que Canal Uno fue multado por transmitir la Pantera Rosa), emitida desde un tuitero con afanes golpistas, hizo todo un editorial, degradando la calidad de su reflexión al simple hecho de mirar en la supuesta sanción la expresión de un totalitarismo absurdo.

¿Cuánto silencio les hace falta a algunos? ¿No será para todos ellos un acto de liberación no tener que decir nada y poder callar, como recomienda Deleuze? Parecería que si no aplastamos la tecla, si no reaccionamos a todo, si no demostramos que somos súper críticos e inteligentes, la vida no vale nada y quedamos reducidos a una sombra poderosa.

La sociedad del ruido a la que estamos sometidos impide que podamos leer esas entrelíneas que dicen mucho sobre la verdadera razón de ser de nuestra sociedad y de lo que hace falta para construir un campo de comunicación o de relatos con lo esencialmente válido para los seres humanos de estos tiempos y de nuestros intereses más democráticos. (O)

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