El debate presidencial organizado por la Cámara de Comercio de Guayaquil el pasado miércoles 25 de enero, y en el que estuvieron presentes 7 de los candidatos (no estuvo Lenín Moreno), ha provocado distintas apreciaciones.
Sin embargo, dejó en evidencia que los 7 “presidenciables” asumieron al Ecuador como si fuera un país aislado, que existe solo en sus propias fronteras. Ninguno tuvo la capacidad para referirse, con fundamentos, al contexto mundial y peor al latinoamericano. Ninguno fue capaz de levantar alguna idea basada en criterios objetivos sobre las experiencias de otros países. Ninguno ha sido capaz de entender la geopolítica internacional en la que se inserta América Latina. Ninguno planteó algo que implique una comprensión sociológica, politológica o histórica de largo plazo para el país; ni un milímetro para ofrecer alguna visión integradora, como proyecto de sociedad y de futuro. Ninguno parece que ha leído algo de la Cepal o del PNUD, y ni siquiera del FMI o del BM, al respecto de la economía ecuatoriana, el Estado o los impuestos en América Latina. Pero todos hicieron gala de ofrecer alguna cosa, de inventar cualquier idea “concreta” para solucionar el empleo, la economía, la seguridad, el desarrollo o el bienestar.
Los presidenciables, metidos de lleno en la estrategia de los empresarios invitantes, los adularon, repasando las fórmulas por las cuales la gente de empresa viene luchando no desde hace poco, sino desde 1925, cuando la Revolución Juliana inauguró los primeros pasos para el intervencionismo estatal, los impuestos directos y las regulaciones a favor de los trabajadores.
Todos los candidatos, de una u otra manera, clamaron contra el Estado “obeso” (y el “hiperpresidencialismo”), contra los impuestos y a favor de la “flexibilidad” laboral, que son los tres ejes permanentes de las preocupaciones empresariales. Y lo más grave es que alrededor del “mercado de trabajo” se resumen las más caras aspiraciones de los candidatos de la ultraderecha, que hablaron de defender el empleo y ofrecieron generarlo, para decir, a continuación, que en el futuro hay que reintroducir el trabajo por horas y revisar las normas que rigen las relaciones entre patronos y trabajadores, pero no con el objetivo de reforzar los derechos históricos del trabajo en América Latina, y peor aún para redistribuir la riqueza en la región más inequitativa del mundo, sino con el oculto propósito de debilitar los avances laborales y los servicios sociales del Estado, como ya ocurrió en las décadas de los ochenta y noventa del pasado siglo.
Aislados de las realidades contemporáneas, los presidenciables creen todavía en las obsoletas fórmulas de la “competitividad” sin límites, en el aperturismo indiscriminado, en los tratados de libre comercio, en cuestionar los impuestos directos como el de rentas, en suavizar los “costos” de producción precisamente a costa de los trabajadores. El mundo no existe. Solo los intereses privados del capital. Buenos negocios, buenas ganancias, porque a los trabajadores les bastaría con tener un simple salario.(O)