En análisis que leo, declaraciones que escucho y hasta en pronósticos que se hacen al calor de las angustias y densidades depresivas, hay un lugar común reiterativo: “Cuando esto haya terminado...”.
Partamos de algo obvio: nada es eterno. Y de algo menos obvio: los procesos políticos -en todas sus variantes y etapas- no se definen por el período presidencial ni de gobierno. Si fuese así la ‘larga y triste noche neoliberal’ no se habría reducido al gobierno de Osvaldo Hurtado, León Febres-Cordero, Rodrigo Borja, Jamil Mahuad o Lucio Gutiérrez (sin contar dónde se gestó: en las dictaduras de la década del setenta). Todos ellos se fueron o terminaron su período presidencial y el modelo estuvo ahí, en toda su expresión y a los que ahora usan ese estribillo no les escuché decir: “Cuando esto haya terminado...”. Quizá por eso mismo miden sus enfoques históricos desde la regla o vara de lo que el neoliberalismo inoculó en sus pensamientos.
Se olvidan, en esos enfoques y supuestos análisis, que determinados personajes (¿ideólogos o pensadores orgánicos?) estuvieron en todos esos gobiernos y fueron funcionarios de la dictadura en calidad de burócratas y luego aparecieron como banqueros y propietarios de grandes empresas, pero también como ministros de los mandatarios antes señalados.
(De paso, quienes hablan y piensan así ¿han leído el libro de Osvaldo Hurtado, El poder político en Ecuador, cuya primera edición es de 1977 y va por varias más con algunas modificaciones y acotaciones?)
Entonces, ¿qué es lo que debe terminar? ¿Acaso las corrientes subterráneas que empujan los procesos históricos se cortan de un día para otro y hacen de la realidad un espectáculo donde se monta una escenografía para un actor y otra para otro? ¿El fin de una etapa se decreta como el alza de los pasajes? ¿Son tan todopoderosos los políticos y los analistas más lúcidos que definen dónde empieza un momento de la historia y dónde lo dan por concluido?
Ecuador, por lo menos, es un laboratorio maravilloso para entender esta reflexión: por largos períodos vivió con algunos gobiernos, pero las etapas las definieron -en su conjunto- las movilizaciones, los militares, una potencia extranjera y, sin duda, las élites y las oligarquías, sin importar quién estaba en Carondelet.
Evidentemente, el período y proceso políticos actuales (que se inician no el 15 de enero de 2007 sino en una larga e intensa lucha social de los ochenta y noventa) tienen su más alta expresión en la elaboración y aprobación popular de la Constitución de Montecristi. Y solo es a partir de ahí que se entiende como una etapa cargada de pujas, tensiones, contradicciones y hasta malos entendidos, según la óptica. Los historiadores han dicho, de todos los modos, que es la etapa donde mayor disputa ideológica se ha dado (dentro y fuera del Gobierno) y donde las llamadas clases dominantes se replegaron ante la potencia de la corriente subterránea que sostiene y le da sentido al proceso político.
De nuevo, si nos atenemos a la lógica de “Cuando esto haya terminado”, las preguntas serían: ¿Qué definirá y explicará la nueva etapa? ¿Quién la va a administrar y exponer a la ciudadanía? ¿Desaparecerán los resortes reales y, por tanto, el andamiaje jurídico y político, las conquistas sociales y los cambios estructurales en la economía se los llevará el viento?
Esa carencia de análisis histórico, además, impide a determinadas fuerzas políticas sostener un discurso coherente con la densidad de esta etapa de la historia del Ecuador. Por eso, cuando aquellos agoreros del “Cuando todo esto haya terminado” se quieren convertir en asesores políticos de la oposición, desde ciertos periódicos y determinados blogs, fallan en la ‘tarea encomendada’. Incluso, cuando lo hacen del modo más irónico, pierden la profundidad para entender al pueblo ecuatoriano por cierta soberbia intelectual.
Ojalá tengamos más profundidad en el enfoque para entender también cómo se encuentran esas fuerzas políticas frente a la realidad. Obviamente, esa realidad refleja que el capital financiero domina los circuitos de poder mundial, que también disfraza los derechos con libertades, que financia subrepticiamente a determinados medios, blogs y analistas para supuestamente defender el Estado de derecho. Incluso para entender que las contradicciones, propias de todo proceso político, no se reducen a las disputas personales, los afectos o desafectos entre unos y otros, sino que reflejan la misma lógica de organismos vivos con todas sus intensidades.