Con este novelista y ensayista colombiano hay muchos motivos y pretextos para conversar, pero siempre habrá uno transversal: el pensamiento, la reflexión y la búsqueda de nuevas explicaciones al pasado, a los seres que lo construyeron, para entender por qué vivimos este presente. Y, claro, en sus obras está todo eso, como poesía, ensayo, novela o artículos de opinión. El ‘pretexto’ de ahora es su última publicación: El año del verano que nunca llegó. ¿Esta es una novela, autoficción, relato personal, una narración muy íntima? ¿Dónde ubicas esta obra? Yo la viví como una novela desde el comienzo. Por lo menos la tentativa era hacer una novela, pero hay muchos debates posibles. No solamente sobre este libro en particular, sino sobre ¿qué es una novela en estos tiempos? Si llamamos novela al Ulises, de Joyce, al Pedro Páramo, de Juan Rulfo y a La Metamorfosis, de Kafka, me parece que eso significa que la novela tiene muchas definiciones posibles o que admite muchos lenguajes, tonos, estilos. Creo que la novela contemporánea permite el tono de la investigación, de la reflexión ensayística, también la incursión de la poesía; fue Borges quien dijo que Ulises fue un gran poema sinfónico. De manera que estamos en un tiempo de libertades, y yo trato de tomarme algunas. ¿Y qué clase de novela es entonces? Muy distinta de las que había escrito antes. Yo escribí una trilogía sobre los primeros viajes al Amazonas, un intento por reconstruir cómo era este continente hace cinco siglos, cómo era su naturaleza, los pueblos indígenas, la complejidad de ese mundo, cómo era el choque de las culturas, pero seguí la pauta cronológica de los hechos tal como ocurrieron. En El país de la canela, por ejemplo, sabía que Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana salieron de Quito y remontaron la cordillera, buscaban un país de caneleros que no existía, bajaron al otro lado, se encontraron con la selva amazónica, construyeron un barco. Algunos fueron a buscar provisiones, no llegaron nunca, no volvieron, se los llevó el río, cruzaron una selva que crecía y crecía, ocho meses sin saber hacia dónde iban. Seguí el curso de esos acontecimientos históricos y, para mí, fue fácil saber qué ocurría en cada sección de la novela. En este caso, no. Yo tenía la intuición de que había algo interesante que contar en el encuentro de estos poetas románticos en Ginebra, a orillas del lago Lemán, en 1816. Hay un momento en que, mientras los poetas (Lord) Byron y (Percy) Shelley se encuentran con sus amigos, se apaga el mundo literalmente. Cuando debió llegar el verano, llegó otra vez el invierno y comenzó una noche de tres días que los mantuvo encerrados en una casa, con todas las consecuencias literarias que eso tuvo. Yo sabía que desde esa médula del asunto, iba a tener que rastrear todo y ver si con lo que iba averiguando era posible armar una historia. Entonces era un proceso muy distinto porque tenía que vivir los hechos para poder saber si eso valía la pena incluirlo o no. Fue andar un poquito en la oscuridad, pero con la intriga de saber que siempre había cosas por encontrar, el suspenso de no saber qué más ocurriría y la sensación o la certeza de que había un montón de casualidades que continuamente intervenían en la historia y que me llevaban a nuevos descubrimientos. ¿Esta es una novela de lectura intelectual? Bueno, estamos abiertos a definiciones, calificaciones, pero prefiero que sean los lectores quienes decidan. Hay una parte en la novela en que el narrador escribe: “Cuando media hora después me levanté para tomar el tren ya había escrito varias páginas del relato contado por mí mismo y empezaba a creer que era el único tono posible para dar cuenta, no de la verdad de la historia, sino de los azares y las incertidumbres de mi propia búsqueda…” Claro, es una historia que ha sido contada muchas veces, pero me parece que de manera fragmentaria. Paul West escribió El doctor de Lord Byron, en el que el énfasis está en (John) Polidori; Las Piadosas, de (Federico) Andahazi, es más una fantasía un poco teratológica construida alrededor de estos hechos; está Bravoure, de Emmanuel Carrère, un intento de reconstruir lo que pasó en Villa Diodati en esos días. Está la película de Gonzalo Suárez, Remando al viento, en la que Hugh Grant, muy joven, hace el papel de Lord Byron y en la que reconstruye esos hechos. Hay otra película, Gothic, de Ken Russell, que reconstruye fantasiosamente los hechos. Cada vez que me encontraba con uno de estos libros tenía el temor de que me hubiesen arrebatado la historia de las manos, pero después de leerlos comprendía que no, que yo quería contar otra cosa. Descubrí que hay muchos más que han escrito, que se han hecho óperas y obras de teatro sobre el tema. A mí me interesaba abarcar al máximo los acontecimientos y sus repercusiones literarias e históricas y también seguirle los pasos, minuciosamente, a los personajes: qué los hizo converger en esa casa, en esos días, de dónde venía cada uno, por qué terminaron encontrándose allí y por qué la historia de cada uno contribuyó a que los hechos ocurrieran, para que nacieran dos de los monstruos más recordados en los tiempos modernos. ¿Y por qué esa búsqueda? ¿Qué hay ahí? Esa es una pregunta que también me hago porque nunca me atrajo particularmente la historia de Frankenstein o la de el Vampiro. Nunca me parecieron temas que estuvieran muy ligados a mi sensibilidad particular y a mis inquietudes, pero aquí no se trata solamente de esos monstruos. En realidad solo son una pequeña parte del tejido de esta historia. Aquí se trata de cómo la erupción de un volcán en Indonesia, a mediados de 1816, contribuyó a producir -al menos- un verano que no llegó en todo el hemisferio norte y unas historias fantásticas que terminaron escapando de los libros y convirtiéndose en mitos de la modernidad. El tapiz del conjunto era lo que me interesaba. Tal vez por eso la novela no se llama Cómo nació Frankenstein o De dónde viene el Vampiro, sino El año del verano que nunca llegó, porque lo que me interesa es el clima histórico de esos hechos después de la Revolución francesa, de las guerras napoleónicas, con un volcán haciendo erupción al otro extremo del mundo… Digamos que simultáneamente en el nacimiento de los monstruos en Europa, estaban naciendo las repúblicas en América. El narrador dice: “Nadie es capaz de reconstruir una historia si no hay hilos secretos que la enlazan con su propia vida”. Por eso preguntaba qué es lo que enlaza al narrador con el autor en esta historia. Eso fue algo que también estuvo muy presente en mi búsqueda. Sabía que estaba buscando algo, pero admitía que había la posibilidad de que fuera algo que ocurrió en Villa Diodati en 1816, o algo que engendró los mitos de los monstruos, o algo que tiene que ver con la historia de las tres hermanas: Fanny, Mary y Clara, las hijas de William Godwin. También podría admitir la posibilidad de que, para mí, todo eso fuera la bitácora de algunas historias personales mías en las que yo veía reflejados algunos episodios de mi vida, y por supuesto que tiene que ser así. Estoy convencido de que nadie reconstruye una historia si no encuentra reflejos secretos de su propia vida en ella, y si no siente que al explorarlo también se está explorando un poquito a sí mismo y a su propia memoria. Y por eso, en algún momento digo, porque fue uno de los relámpagos de esta historia “claro, yo también conocí -en algún momento- a tres hermanas”. Tal vez eso hizo que, contrario a una de mis tendencias más persistentes, que es la de no hablar de mí mismo en mis libros -más bien busco máscaras para construir las historias y los personajes-, me haya sentido obligado por esta historia a asumir el papel de narrador y a convertirme en uno de los personajes de la historia. Creo que eso, seguramente, no solo se debe a que tenía los cabos de todas esas historias que podía enlazar, sino que mi identificación con los hechos era mayor de lo que sospechaba. Todavía no puedo decirlo, a lo mejor en la historia terminarán descubriendo y explicándome por qué me arriesgué tanto a asumir el rol de narrador y ser el ‘cruce de camino’ de todo lo que se narra. Lorin Stein, el editor de Paris Review, dice: “El talento es la cosa más transparente del mundo” y “la cultura literaria no se la puede esconder, es la materia de la que está hecha el escritor”. ¿Esta es la materia del escritor William Ospina? Creo que sí, porque en esta novela me deleito revelando o poniendo en acción mi entusiasmo literario, mi amor por la poesía romántica, mi interés por la poesía como horno en el que se forman muchos mitos de las sociedades. Me interesa mucho preguntarme de qué manera un hecho literario puede saltar a la mitología como lo han logrado muy pocas historias en la realidad. Me parece que Don Quijote es una de ellas. Don Quijote hace tiempo dejó de ser un personaje de una novela y se convirtió en una figura familiar para los seres humanos. Aunque la gente no haya leído esa novela, todo el mundo sabe quién es Don Quijote, de su generosidad, y de Sancho Panza, por supuesto. Hay otro ser, un poco más complejo -en debate- de decir si es sencillamente una figura literaria o algo más, y por supuesto que todos pensamos que es algo más, que es Jesucristo. Nadie había oído hablar de él hasta que cuatro muchachos o señores hebreos escribieron una biografía sobre él, dos porque lo habían conocido y dos porque habían escuchado hablar de él. Pero Cristo hace mucho tiempo dejó de ser una figura literaria y para mil millones de personas es uno de los seres más trascendentales. Es decir, hay seres que escapan de su condición literaria y se convierten -o eran desde antes- en seres de la mitología. ¿Y Frankenstein? A mí me parece que tiene esa característica. En realidad, ni Frankenstein ni el Vampiro son demasiado importantes como personajes literarios. Las novelas en que nacieron son obras muy interesantes y notables. Sin ser las grandes obras literarias, lograron trascender su condición de criaturas de la literatura y se instalaron en el mundo y se convirtieron en parte de la mitología contemporánea. Y tiene una secuencia en la saga de películas del mismo tema y personaje. Claro, se encuentra por todos lados. Hasta en las historietas gráficas. Todos sabemos que Batman es una versión dulce del Vampiro, del hombre murciélago. Entonces son criaturas que se escaparon de los libros y se instalaron detrás de nuestras puertas y debajo de nuestras camas. Todas estas figuras, incluso Jesucristo, pueden no ser las grandes obras pero todos tienen una característica muy importante: vencen la muerte… Es muy posible que lo que confiere esa característica de criaturas míticas a esos seres sea que representan, para nosotros, el símbolo de la inmortalidad, del triunfo sobre la muerte o por lo menos encarnan nuestra inquietud con respecto a nuestra condición mortal. Ahora, por fortuna, Don Quijote escapa de esa condición y, sin embargo, logra ser una criatura mítica. Eso es porque los personajes literarios son inmortales. ¿Y quién es Byron para el poeta Ospina? Byron es un personaje fascinante. Hace mucho tiempo ya sentía admiración por él, antes de pensar en que se convertiría en un personaje de una novela mía. Había leído una biografía que escribió André Maurois, una novela fabulosa porque cada momento de la vida de Byron es una novela. En su infancia, era un niño muy pobre que estudiaba en una escuela rural en Escocia, en ese frío; un niñito muy bello pero cojo, al que los demás lo discriminaban, lo perseguían. Y a los 12 años lo llevan a la rectoría de su colegio, el rector se inclina y le dice: “Domine, Byron”; y en ese momento Byron se entera de que acaba de convertirse en Lord del Imperio Británico, heredero de una gran fortuna, el dueño de la abadía de Newstead y de los bosques de Sherwood -que eran los bosques de Robin Hood-. Es como una historia de cuentos de hadas y de cómo Byron se convierte en ese gran magnate, en ese gran personaje histórico y cómo también se había cargado de resentimiento. Entonces se convierte en ese personaje tan complejo, ambiguo y, al mismo tiempo, tan pasional, tan ingenioso, elocuente... El gran poeta que de pronto descubrió qué había en él, en su viaje por el Mediterráneo, y la admiración que Inglaterra sintió por él hasta el punto en que todos hablaban de él. Se comenta que en 1812, en las terrazas, en los salones, en los teatros de Londres, solo se oía una palabra “Byron, Byron, Byron”. Nadie hablaba de otra cosa y de repente, pocos años después, toda esa admiración se volvió un odio furibundo de toda una nación contra un hombre al que ya no veían como el gran poeta ni como el gran magnate o el gran hombre ingenioso, sino como un transgresor de todas las normas que había destruido la vida de su mujer, una aristócrata muy apreciada. Además, se había enamorado de su propia hermana y había tenido una hija con ella, Augusta Byron. Todos esos escándalos lo convirtieron en figura de abominación y lo hicieron finalmente huir de Inglaterra. Esa primera leyenda de Byron, el personaje tan contradictorio, y el hecho de que cuando ocurrieron esas cosas todavía no había pasado lo de Villa Diodati, en donde Byron -en esa casa- terminó siendo el inspirador de monstruos. Siento que no solo inspiró a Polidori, el Vampiro, sino también inspiró a Mary Shelley la imagen de (Frankenstein) este monstruo rebelde, terrible, infrahumano y sobrehumano a la vez. Después, la leyenda maravillosa de la muerte de Byron luchando por la libertad de Grecia, que acabó de redondear su figura como la de también un héroe político y un símbolo, no solo de la libertad, sino uno mayor de la era romántica, el héroe romántico por excelencia. Él es un personaje fascinante. Yo gradualmente me fui encontrando con cada uno de los personajes de esta historia. Primero, para mí, Byron ocupaba todo el espacio y los demás eran comparsa. Pero cuando me detuve en (Percy) Shelley, comprendí que Byron era tal vez solo bullicio y alboroto. Shelley era el más sublime, intenso, más lleno de convicción, de pasiones; mientras Byron casi rozaba la frivolidad. ¿Qué piensa de Shelley? Un gran poeta. Un hombre muy distinto de Byron, que con sus turbantes, chistes y epigramas, ocupaba todo el espacio. Pero Byron enmudecía ante Shelley porque él, que nunca estaba haciendo alboroto, nunca estaba tratando de llamar la atención. Cuando hablaba era estremecedor y tenía verdadera pasión, verdaderos principios, verdaderos ideales. Él sí creía en la libertad, en la belleza, en la capacidad del ser humano de transformar la historia, y era un gran rebelde sereno, no un rebelde de farándula. Shelley tenía un culto con la naturaleza y era vegetariano. Yo recuerdo que Franz Kafka, a quien le gustaban la carne y el pollo, un día decidió que no volvería a comer la carne de ningún animal y escribió que ahora sí podía visitar los acuarios sin vergüenza y sin remordimiento porque ya no se los come. Shelley era un hombre dedicado al pensamiento, a la poesía; además, de una fecundidad extraordinaria. Murió muy joven y dejó una obra preciosa, precisa, y abundante. La muerte de Shelley en ese naufragio en la bahía de Spezia (1822) hizo de él un héroe romántico de otra manera. En algún momento de la novela me parece que la amistad de ellos fue tan extrema, que finalmente Shelley murió de la muerte que realmente debió tener Byron, que fue en un naufragio, en una tempestad, porque su espíritu era aventurero; y que Shelley debió morir de la muerte que murió Byron, luchando por la libertad de un pueblo oprimido. Hay algo planteado en esta novela: una búsqueda de azares y sombras. ¿Es así? Sentía que era una historia que se había contado mucho y que, para mí, seguía llena de enigmas. Se me hacía extraño que una historia que me han contado tantas veces esté llena de misterios todavía. Quiero rastrear esos misterios, quiero saber por qué Byron terminó siendo el centro de esos acontecimientos, por qué Shelley tuvo una presencia tan determinante en todo, por qué Mary toca la historia de una criatura que no tiene madre, qué preguntas de la condición femenina en una sociedad patriarcal están en esa novela -Mary Shelley sobre Frankenstein-, por qué Polidori escribió la leyenda de un vampiro que se nutre de la sangre de sus amores y de sus amigos si no (fue) porque Byron era una especie de vampiro que siempre le andaba arrebatando la vida a los otros, y no por mera malignidad, sino por la extrema energía de ese ser. Finalmente, por qué el personaje más transparente, casi invisible de esta historia, Clara Clairmont -que para mí al comienzo casi no existía-, era un ser más, que estaba allí porque era amante de Byron, hermana de Mary y porque estaba enamorada de Shelley, pero era una muchacha de clase media que logró seducir al poeta al que ninguna aristócrata en Inglaterra pudo seducir, y era hermana de Mary. O sea, ¿cómo había llegado a esa casa? Y era amante, enamorada casi desde la infancia de Shelley. Había un poder en ella; entendí que ella era quien los reunió a todos. Fue la fuerza que los atrajo, que los concentró, la fuerza magnética que los mantenía juntos, de manera que tenía que ser mucho más importante de lo que yo me decía al comienzo. Era normal que Clara terminara inspirando una gran novela al final de su vida: cuando Henry James oyó hablar de Clara Clairmont 60 años después, ella todavía andaba por las calles de Florencia y Venecia con un cofrecito con viejas cartas de Shelley y Byron, y con retratos de ellos. Era normal que se convirtiera en la heroína de una novela hermosísima de la literatura norteamericana. ¿Es una simple casualidad que estos personajes hayan llegado a Ginebra en 1816? Sí, hay una casualidad dirigida porque Byron necesitaba salir de Inglaterra y contrató a Polidori para que lo acompañara porque quería llevar a un médico y tal vez porque estaba enamorado de Polidori, que era un joven apuesto. Pero, ¿por qué Byron se dirigió a Ginebra y no a otra parte? Él había viajado por el Mediterráneo, estaba fascinado con Sintra en Portugal, la ciudad de Sevilla en España, Malta, Sicilia, Atenas, Estambul. Pudo haber escogido cualquiera de esos sitios para irse. Pero Clara Clairmont, que venía de Suiza, le habló de la belleza de los lagos suizos, así que Byron tomó la decisión de ir allí. Una vez que Byron decidió que se iba a Suiza y se despidió de Clara porque ya no la quería ver más, fue ella quien se encargó de convencer a Shelley y a su hermana Mary de ir a Suiza. Cuando Byron llegó a Ginebra, allá estaba Clara esperándolo. ¿Por qué son ciudades literarias para ti Buenos Aires, Quito, Bogotá, Ginebra, Londres, Barcelona, Madrid, París y Berlín y Roma en esta novela? Creo en la dignidad literaria de todos los sitios, pero solo creo en la dignidad literaria de todos los lugares del mundo si es pertinente lo que ocurre en ellos para las historias que se cuentan. Si no, son escenarios casuales. A mí esa historia se me ocurrió en Buenos Aires, no sé por qué, pero fue ahí donde encontré los hechos y donde me fui entusiasmando con la historia. Ginebra, tenía que serlo, porque fue la sede del núcleo de esta historia. Y Londres, porque me fui unos días a buscar la valía de Byron, y terminé metido en un pueblo siniestro, perdido en la noche... No encontré nada pero sí el sabor de lo siniestro -que tal vez era lo que más estaba buscando- tal como el romántico lo había vivido: era el sitio donde Byron vivió. Por supuesto, Roma, que ha tenido una dignidad literaria hace mucho. Pero cuando estuve en Roma, visitando la tumba de Shelley, me encantó ir allá no a buscar el Coliseo, el Foro Romano, el palacio de Venecia, sino a buscar las tumbas de unos poetas ingleses. Roma no solo asila eso, sino que le da un sabor particular al hecho de que estos ingleses no estén enterrados en la Bahía de Westminster. También fui allá, y qué bueno que no todos los poetas ingleses estén en la Bahía de Westminster, sino que haya uno o dos a la sombra de Roma. Lo otro es porque me asombró darme cuenta de que en mis viajes por Colombia, en los que me gusta mucho viajar por tierra, también me perseguían estas historias. Por ejemplo, cuando estuve en La Mojana de Colombia en el río Magdalena, estaba en plena obsesión con Byron y Shelley, y recordé que Byron era un gran admirador de Bolívar. Justamente en esas tierras donde se dieron las primeras batallas de Bolívar, por Tenerife, por Mompox. Si Byron hubiera cumplido su promesa de la que tanto habló en los cenáculos de Italia de venir a luchar a las órdenes de Bolívar por la independencia de estos países, habría estatuas de Byron en estas selvas fluviales, por Magdalena, así como terminó electo el héroe de la independencia griega. Esa admiración de Byron por Bolívar era recíproca. Estuve intentando conocer si habían alcanzado a conocerse, pero no he podido encontrar ninguna coincidencia, porque el año en que Bolívar volvió como Embajador de la Primera República Venezolana a Londres fue justamente el año en que Byron andaba en su viaje por el Mediterráneo. De manera que no es posible de que se hayan encontrado allí. En 1810, Byron entraba en Constantinopla mientras Bolívar andaba por las calles de Londres tratando de convencer a Miranda para que se fuera con él a España. Después Bolívar ya no volvió a Europa. Sin embargo, encontré que en una carta que Bolívar le envía a su prima Fanny, dice que en las noches galantes del Magdalena le ha parecido ver de nuevo la góndola de Byron por los canales de Venecia. Por otro lado, el hecho de que cuando compraron sus barcos en la Bahía de Spezia, Byron y Shelley se lo encargaron a (Edward) Trelawny. Shelley, en homenaje a Byron, llamó al barco “Don Juan”; pero Byron le puso en la proa “Bolívar” para expresar su admiración profunda. Y de verdad estuvo a punto de venirse, lo que impidió a Byron ser un héroe de la independencia sudamericana es que en el momento que estaba listo para el viaje se enteró de que Bolívar acababa de triunfar en Pichincha, Junín y Ayacucho. Ya no era necesaria su presencia. Justo en ese momento, estalló la insurrección de los griegos contra los turcos. Byron, como buen romántico, miró hacia Grecia. Eso fue en 1824. A los pocos años murió, no en batalla, en las trincheras de Mesolongi y se convirtió en el héroe del romanticismo europeo. ¿Y Quito? Ya había pasado mi fascinación con Byron y Shelley, y ya estaba metido en la interrogación de Mary Godwin, y empecé a preguntarme qué significaba realmente esa historia de Frankenstein, una pregunta muy poderosa de la condición femenina sobre el misterio de la maternidad. Ella sintió que con el nacimiento de la Revolución Industrial estaban naciendo la tentativa o la posibilidad de crear vida artificial. Y empezó a preguntarse si sería posible que la humanidad decidiera crear vida artificial y renunciara -digámoslo así- al agradable método tradicional de reproducción. Es una de las preguntas que ha seguido siendo central en la modernidad. Así como la hija de Byron terminó siendo la inventora del software y la creadora de la inteligencia artificial... Que esos hechos hayan coincidido, que alrededor de Byron se haya gestado la pregunta por la vida artificial también hace de él un personaje muy inquietante. Preguntándome por Mary, terminé preguntándome por el papel de la mujer en la sociedad patriarcal y por qué la fascinación de estos románticos por el mundo gótico, y cuál es el secreto de la maternidad que está guardado en las catedrales góticas. Yo sabía que la catedral gótica está construida sobre la estructura de una cruz, que es sobre la estructura del Cristo muerto. La idea de que la catedral gótica, que por algo se llama Notre Dame, es la madre inclinada sobre el hijo muerto... Todo eso me llevó a muchas reflexiones sobre la iconografía religiosa. Recordé que hace mucho tiempo yo sentía fascinación por Notre Dame de París, me gustaba mucho visitar esa catedral. Cada vez que vengo a Quito, siento la necesidad de visitar a la Virgen de Legarda en el retablo mayor de la Iglesia de San Francisco y, hace tiempo, estudiando sobre la Virgen de Legarda, leí críticos y antropólogos que sostienen que esta es una figura de la iconografía cristiana que no existe en Europa: una virgen con alas que condensa la condición de mujer y de ángel no existe en la iconografía cristiana. Una dama con la que hablé en Quito me dijo que es más fácil encontrar una aproximación de esa imagen con las victorias griegas, la Victoria de Samotracia, que tiene cuerpo de mujer y alas... Entonces es más una tradición pagana que cristiana. Muchos antropólogos en el mundo sostienen que las Vírgenes de Legarda -hay muchas, pero esta tal vez es la más icónica de todas- es al mismo tiempo la encarnación de la Virgen María cristiana y de la diosa lunar de los pueblos nativos americanos. Es una encarnación de ambas figuras. Entonces, esas alas también son las alas del cóndor y a sus pies esa bestia que arroja fuego tiene que ver, en Quito, con el volcán que está a sus pies. Yo estuve en Quito en plena escritura de este libro y fui a visitar la Iglesia de San Francisco. No encontré la imagen porque la habían retirado para restauración. No encontré nada, pero también encontré el sabor de la novela buscando la virgen ausente. Me encontré con un montón de preguntas sobre el papel de la mujer en la vida cristiana y sobre el papel de las diosas lunares. Fue aquí donde descubrí cuán importante había sido la figura de la luna en toda esta historia. Me puse a revisar todo lo que había escrito de la novela y me sorprendí de cuántas veces aparecía la luna cuando yo estaba haciendo hallazgos. Me ayudó descubrir que la luna presidía esta búsqueda. Así se va tejiendo la historia. ¿Por qué un escritor se plantea estas preguntas tan constantemente? ¿Hasta dónde el escritor sale satisfecho de esas preguntas? Las preguntas fueron haciendo fuerte la historia, lo que más me movió a investigar. Creo que es bueno que las preguntas existan porque nos mueven a investigar. Pero muy a menudo las respuestas que encontramos no corresponden a la pregunta que nos hacíamos, pero fue esta la que nos llevó en una dirección para encontrar otra cosa. Un poco pasa así con la literatura, alguien decía que un escritor se propone escribir algo pero que si lo logra, ha fracasado, porque lo importante no es lo que uno se ha planteado. Al fin y al cabo uno no escribe para enseñar, sino para aprender. Entonces uno va haciéndose preguntas pero descubriendo cosas al mismo tiempo. Algo que me sorprende y me agrada es que hay un homenaje a amigos, amigos que están en Buenos Aires, en París, que te ceden la casa para que pases unos días, una noche, y Byron dice: “La amistad es el amor pero sin sus alas”. Es un homenaje a la amistad, no fue un propósito, fue surgiendo a medida que yo iba encontrando que mis amigos, incluso sin proponérselo, me ayudaban a encontrar cosas de la novela: me regalaban un libro, el otro me indicaba un camino, el otro me acompañaba en una búsqueda. Me pareció justo y normal que esos amigos aparecieran en la novela a medida de que yo iba encontrando cosas gracias a ellos o con su compañía, y supongo que también invoqué a esos amigos a lo largo de la novela para no sentirme solo en la búsqueda. Y si yo estoy persiguiendo monstruos y poetas románticos -que también son monstruos-, pues que también estén los amigos acompañándolo a uno.