1992: Usando retroexcavadoras, el poeta chileno Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) inscribió, de forma permanente, la frase «ni pena ni miedo» sobre el desierto de Atacama, una gesta que el escritor Juan Villoro describió como «un llamado a resistir en un paisaje de actividades extremas: la minería, la observación de los astros y la desaparición de cuerpos». 1982: Cinco aviones trazaron el poema ‘La Vida nueva’ de Zurita —con letras de humo blanco que se iban recortando contra el azul del cielo—, a cinco mil metros de altura, en Queens, Nueva York. 1975: Antes de usar esos soportes imposibles, a dos años de iniciada la dictadura en su país y en un acto de desesperación, Zurita había quemado su rostro con un hierro caliente. «Fue la forma de no volverme loco», dijo. Sus versos también aparecieron sobre los acantilados del Océano Pacífico, al norte de Chile, adonde volverá algún día, para desaparecer mientras amanece. 2015: Durante su última visita al país, le pregunté a Zurita qué papel juega la memoria en su poesía. El problema no es la memoria —dijo con su voz pausada—, el problema es la incapacidad del olvido. Yo trabajo con mi vida, no porque crea que es algo especial, sino porque contiene mis datos base. Es igual que si uno logra llegar al fondo de sí mismo. Así, sin falsa solidaridad, sin autocompasión, es posible que esté llegando al fondo de la humanidad entera. Los seres humanos no somos mucho más que distintas metáforas de lo mismo. La memoria está atada a un cuerpo, que crece. Entonces, no es un asunto cerebral, la memoria está en tus uñas, en tus huesos. Te tocas los huesos cuando niño y, después, te los tocas ahora y son los mismos. La calavera sigue siendo la misma. Nada se olvida... Todos se acuerdan de todo. El problema es qué hacen, luego de un tiempo, con esos recuerdos. Qué versiones, lecturas les dan. No hay nada más modificable que el pasado. El futuro es inmodificable porque no puedes evitar cosas como que, a cuatro metros de distancia, a un auto se le rompa la dirección y te atropelle. No puedes modificar nada del futuro, lo ignoras todo. Pero el pasado es siempre una versión, es la muestra de que el arte existe. Los datos son parcos, la realidad es parca. Son las palabras, los cantos, los poemas sobre esa realidad los que realmente dan sentido, pero esas versiones van cambiando y lo que yo siento, a lo mejor, es algo físico, pero el problema es la imposibilidad de olvidar. Usted ha dicho que en el arte busca estar libre de la autocompasión. ¿Eso es un propósito complejo en este continente? No es un fenómeno latinoamericano. La autocompasión está en la literatura desde Homero y se da porque es difícil enfrentarse con la crudeza de tu propia realidad. Hay un poeta español que decía que quien no escribía un soneto, no era un poeta. Ojalá fuera eso, pero quien no es capaz de matar a un hombre no es un poeta. Y al matarlo físicamente eres un vulgar asesino. En ese límite es donde está la poesía. Nadie que no haya sentido el impulso, la crueldad, la oscuridad dentro de sí, ni la haya mirado con los ojos abiertos puede escapar directamente de ver el día. La poesía, y el arte en general, es un ejercicio despiadado de autocompasión, de vernos y ver en nuestra propia monstruosidad, en nuestro propio crimen. En un mundo de víctimas y victimarios al poeta le ha correspondido ser lo primero, pero es también quien se levanta entre los muertos para decir que, no obstante, espera nuevos días. Pero para eso tuvo que ser el primer verdugo, tuvo que darse cuenta. En este momento, en una parte del mundo, hay una ciudad que está siendo bombardeada. En este minuto, alguien está siendo torturado hasta la demencia. En este instante, una mujer está siendo violada... entonces, pienso que no hay arte si tú no dialogas en ese lugar, en el de los más golpeados y desposeídos. No para ser políticamente correcto, sino porque es tan irreductible el sufrimiento, imaginarse que uno está siendo golpeado hasta la locura, triturado, imaginarse por un segundo que a tu hijo le explota una bomba en Gaza... cómo se puede hacer algo que no sea ubicándose en el lugar de ese cuerpo, de ese dolor. Y, aunque sea lamentable, eso es recurrente en México, Siria, Palestina... Ahí aflora un viejo concepto de humanidad: no soy solamente responsable por las cosas que yo he hecho, soy responsable por cada crimen que se ha cometido en el mundo. Cada vez que se mata a un hombre, a un ser humano, se mata a la humanidad entera. Vuelvo a hablar de estas cosas porque en el primer verso de La Ilíada («cólera, canta, oh, diosa...»), el primer poema de occidente, está la palabra cólera. Lo que llaman poesía es siempre una demencia, es la esperanza de lo que no tiene esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absoluta posibilidad, es el amor de lo que no tiene amor. Es que a pesar de todas las injusticias terribles, todos los crímenes monstruosos, la gente no opta por el suicidio porque siempre está el vislumbre de un nuevo día que viene, sin eso no hay existencia posible. Ese vislumbre de un nuevo día es la poesía. Por eso creo que si la poesía se acabara, la humanidad perecería. Nadie sobrevive sin un sueño, sin una esperanza. En esa construcción de la esperanza ¿hay cabida para algún tipo de militancia? Yo soy militante en la construcción del paraíso —aunque todo evidencie que eso es una locura—. Creo que somos una raza de asesinos condenados a construir el paraíso. Jorge Luis Borges definió a la música como una «misteriosa forma del tiempo». ¿Es imposible vivir sin la música? Es una pasión absoluta, directa, sin intermediarios. Es posiblemente una de las representaciones más fieles de la emoción humana y del ruido que hace un humano como ser. Toca unas zonas muy ancestrales, muy finales. Para mí la música más bella del mundo es la boliviana y ‘ese mar’ a Bolivia no se lo podrá sacar jamás nadie. ¿Las melodías y los cantos bolivianos están más cerca del dolor? Están en la profundidad de la tierra, es algo insondable, es como el dolor de los sueños con que sueña la tierra. No en un sueño real, sino en un sueño nocturno, yo estaba en una playa larga donde había miles de bolivianos con zampoñas, en una fila interminable, tocando frente al rompiente. Era una rompiente zampoña, era increíble porque todos bailaban: bolivianos, chilenos, peruanos... era todo tan bello y todo tan simple. Una intransigencia fronteriza le negó el mar a Bolivia... Es un absurdo de estos estúpidos nacionalismos. ¿Qué piensa de la poesía casi reflexiva de Jorge Luis Borges? ‘El poema conjetural’ es un gran poema en el que está Francisco Narciso de Laprida, que soñó con ser otro y está siendo perseguido por los gauchos. El día que lo asaltan se encuentra finalmente con su destino. Otro poema extraordinario de Borges es el segundo de ‘Two english poems’: «¿Con qué puedo estrecharte? Te ofrezco esbeltas calles, ocasos desesperados, la luna de los carcomidos suburbios. Te ofrezco la amargura de un hombre que largamente ha mirado la solitaria luna...». El problema de Borges es que es demasiado borgeano. No hay que reflexionar en la poesía. Es un gran problema, pero todo hombre que escribe dos poemas está salvado. Borges es un gran seductor: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche...», qué manera de escribir... se juntaba con prostitutas, poetas y otra gente de deleznable calaña. Es un ser que te seduce con el uso magistral de los adjetivos, a diferencia de (Fiódor) Dostoyevski que es un tipo que agoniza y a ti se te va la vida con él. Como cuando lees dos líneas de (Franz) Kafka y el tipo se está muriendo contigo. ¿Eso tiene que ver con el judaísmo? Es universal la sensación de ser un errante en la tierra, un expulsado, algo que está expresado profundamente en la frase: «Padre, por qué me has abandonado». El destierro, sentirse expulsado del amor... Esa frase hace que el cristianismo sea cristianismo, no es que Cristo haya dicho esa frase, sino que esta lo hizo nacer. Cristo es un dios por esa frase. Y es la máxima consecuencia del judaísmo. En algún momento dado, todos somos el judío errante. La historia de los dioses griegos está llena de parricidios... Para mí es difícil hablar de eso porque mi padre murió cuando yo tenía 2 años, crecí sin padre. No sé muy bien lo que es llegar a matar al padre, a la madre quizá —sonríe—; en un verso puse «Ve y mátame a tu hijo»... La madre es otra figura universal... Menos mal que es así. En un continente de padres abandonadores, es impresionante el papel que las mujeres han tenido como reserva, conservadoras. Pero me pasa algo raro con el feminismo: se me volvió superelemental. No hay nada en el universo entero más parecido a una mujer que un hombre, ‘weon’. Nada. Usted interpela a su padre en algunos versos, como cuando dice «Padre si es tanta tu hambre/ por qué/ no te alimentas de nosotros»... Lo hago porque él no está, por su ausencia. Yo no podía encontrarlo porque estaba muerto cuando tenía 2 años. ¿Alguna vez encontró un canto comparable al del quechua en otra parte del mundo que no sea América? La música en el desierto de Gobi, en China, era muy parecida. He escuchado a poetas mapuches cantar sus poesías, es muy fuerte, pero lo que me alucina es la música boliviana, altiplánica, profunda que puede ser también peruana, ecuatoriana pero, en eso, los bolivianos tienen más hondor (profundidad). ¿Hay algo que diferencia los Andes de nuestros países? Es una sola cadena. Es tan absurda la idea de los límites y las fronteras que va a ser un día vista —ojalá yo llegue a sobrevivir hasta que eso ocurra— con la misma extrañeza con la que nosotros miramos a los esclavos. El viento que recorre el Pacífico, el viento que recorre las montañas no necesita de las fronteras [...] Hay un momento en que esto se desvió y nosotros pertenecemos a la historia de ese desvío, pero no necesariamente tiene que ser así. Pero persiste ese absurdo... Curiosamente, la historia del universo es la de la solidaridad: una célula de tu cuerpo no vive si no tiene la ayuda de otras miles, sin eso no sobrevive nada. El fenómeno de la vida implica la colaboración, la cooperación, la solidaridad infinidad de veces. Eso es tan obvio que nos muestra el gran yerro en el que estamos. Puede que seamos uno de los pocos errores que ha cometido la naturaleza. La violencia humana es absolutamente reciente; la violencia del cosmos no lo es (una estrella tragándose a otra). Los que produjimos la violencia consciente en el cosmos fuimos nosotros. ¿El arte ayuda a reponerse de esa violencia? Sin arte no hay humanidad. El arte tiene una función de recordarnos algo. La tarea, finalmente, no era escribir poemas ni era componer sinfonías ni era pintar cuadros. La tarea era hacer de la vida misma una gran obra de arte. Y todo lo que llamamos arte son los restos de una batalla perdida. Los libros, pinturas no son sino restos que nos permiten recordar que hay otra batalla mucho más importante que pintar El Juicio final. Se trataba de construir el paraíso en la tierra. Se trata de la vida misma como obra de arte. Usted completa una serie de autores chilenos: Nicanor Parra, Gabriela Mistral, Pablo Neruda... Hay interpretaciones y sueños, solamente. Si tiene algo que ver y no es solamente producto del azar, creo que Chile, antes de ser país, fue un poema, con La Araucana de Alonso de Ercilla. Chile se funda ante el mundo como una poesía. Tuvo un poema fundador, por así decirlo. Ercilla adivinó dos o tres cosas y, cuatrocientos años más tarde, unos poetas latinoamericanos, y sobre todo los chilenos, tuvieron que responderle. Ercilla vio los paisajes como los obstáculos que impedían el avance de los conquistadores, esos ríos tremendos, las lluvias, los bosques impensables, la selva húmeda del sur era aliada de los mapuches. Entonces, la primera emergencia de la naturaleza en Chile son telones que se van levantando en la medida que entorpecen el avance de los españoles. Los paisajes son un gran telón en blanco que vamos levantando con la pasión de la vida. Ercilla dice —el párkinson es casi imperceptible cuando Zurita declama—: «Chile, fértil provincia y señalada en la región antártica famosa, de remotas naciones respetada por fuerte, principal y poderosa...». Así empieza su poema. Pero Chile no aparecía siquiera en los mapas, ‘weon’, era un lugar del extremo del mundo y entonces daba la sensación de que Neruda, (Pablo) De Rokha, Parra, la Mistral, (Vicente) Huidobro nacen para llenar el vacío que dejara la gran mentira del siglo, aquello de «de remotas naciones respetada». Por esa dimensión poética se tratar de llenar el vacío del propio nacimiento. ¿Persiste ese vacío? Va a persistir hasta que el último de los hombres contemple el último de los atardeceres. Chile es una cortesía de la naturaleza o una maldición. Bastaba que la Cordillera de los Andes se hubiera corrido unos cuantos kilómetros hacia el oeste y que el Pacífico se hubiera subido unos cuantos metros y, simplemente, esa franja de tierra no existiría. Entonces vivimos con la desesperación de que Chile está aferrado a la cordillera, para no desprenderse como al sur, en el archipiélago, donde es un gran mar, con islas. La poesía chilena ha sido la cementera de los proyectos más totalizadores, radicales, la más disparada de la lengua. No tenemos la seguridad básica, tranquilizante de un lugar donde te puedes sentar para escribir una muy buena novela: La Pampa argentina, la firmeza y solidez de tierra firme. ¿En qué lugar quisiera escribir? Me gustaría, como último proyecto, proyectar unas frases sobre los acantilados, al norte de Chile. Las frases se empezarían a ver en el atardecer, llegarían a su máxima visibilidad en la noche y, la última, se quedaría pegada y desaparecería con el nuevo día. Un poema nocturno. Si he trabajado con la vida, también he pensado trabajar con la imagen de mi muerte.