Pornografía y erotismo representan, en su uso común, 2 categorías muy distintas de pensamiento: la primera acude a nosotros como una mancha, un estigma social, una excrecencia que debe ser retirada o cubierta; se relaciona directamente con la obscenidad y la abyección, con el llevar lo que debe mantenerse oculto al centro del escenario, con mostrar todo lo que turba la mente y al cuerpo; la segunda, en cambio, implica elegancia, sublimación de lo corporal y de lo sexual, insinúa placer y buen gusto, la presencia del deseo en el arte. Matthew Kieran en su ensayo ‘Pornographic art’ (1) dice que en el habla coloquial referirnos a un arte pornográfico es, en realidad, construir un oxímoron. En el mejor de los casos las representaciones pornográficas solo pueden ser vistas —desde el imaginario cultural— como un arte malo, superficial, carente de trascendencia y, en el peor, como producciones sobre los aspectos más mundanos y denigrantes de la carne. La pornografía está relacionada con lo explícito y con la excitación sexual como consecuencia de lo que se explicita. La pura desnudez resulta, desde esta noción, antiliteraria, y se opone al erotismo que es el “bien decir” de las experiencias sensuales y, sobre todo, el ocultamiento, el buen sugerir.   Pero esto no siempre fue así.   Pornografía: el origen   El término surge en el tratado de Restif de la Bretonne Le pornographe (1769), con el significado originario de “tratado sobre la prostitución”, pero rápidamente empezó a utilizarse para designar a las obras narrativas que tenían una temática sexual y/o que ridiculizaban a personajes públicos como políticos, nobles o clérigos. La literatura europea tiene una fuerte tradición de novelas que fueron catalogadas como obscenas —más que por su contenido sexual, por la forma en la que articulan la escritura de lo sexual— y que, por lo tanto, encajan dentro de la definición moderna de pornografía: Justine o los infortunios de la virtud (1787), Los ciento veinte días de Sodoma o la escuela del libertinaje (1785), entre otras del marqués de Sade; Historia del ojo (1928) y Madame Edwarda (1937), de Georges Bataille; Historia de O (1954), de Anne Desclos, La venus de las pieles (1870), de Leopold von Sacher-Masoch, Emmanuelle (1959), de Marayat Rollet-Andriane, etc. Todas fueron consideradas ofensivas en su tiempo y circularon de forma clandestina, pero valdría la pena preguntarnos, entonces, qué es la pornografía, cuál es su lugar respecto a la cultura y al arte, cuáles son sus mecanismos y lo que la define de otras expresiones de lo sensual, es decir, de lo que llamamos, con afán ensalzador, “lo erótico”.   La pornografía: el elemento desestabilizador Lynn Hunt, en la introducción a The Invention of Pornography (1993), señala que aunque lo sensual y las iconografías de los órganos sexuales se pueden hallar en casi todas las épocas y en casi todos los espacios, lo pornográfico como categoría es una noción occidental con una cronología específica: surge como término válido para describir productos culturales, tanto literarios como pictóricos, de la mano de la modernidad europea. No es sino hasta el siglo XVI, cuando la imprenta ya ha revolucionado Europa con la socialización del conocimiento, que cierta literatura empieza a considerarse obscena e inmoral y a volverse una preocupación para las élites. → La pornografía como categoría reguladora fue inventada, escribe Hunt, en respuesta a la amenaza de la democratización de la cultura. La creación de la imprenta entre 1430 y 1450 supuso un giro cultural que hizo posible que la gente accediera a textos y a otras producciones artísticas como dibujos y grabados de los que antes estaba privada.La pornografía como categoría reguladora fue inventada, escribe Hunt, en respuesta a la amenaza de la democratización de la cultura. La creación de la imprenta entre 1430 y 1450 supuso un giro cultural que hizo posible que la gente accediera a textos y a otras producciones artísticas como dibujos y grabados de los que antes estaba privada. Esto significó también la posibilidad de que se difundieran obras que criticaban a personajes públicos con la intención de ridiculizarlos o desprestigiarlos. Se podría decir que fue en esa época de turbación política-religiosa cuando la represión contra las obras licenciosas empezó a ser significativa, especialmente con la aparición del libertinismo —gestado en el siglo XVII en el seno de las clases privilegiadas que cuestionaban la moral religiosa ortodoxa—. Para finales del siglo XVIII la policía francesa había creado una División Moral que se encargaba de confiscar “obras licenciosas” entre las que no solo se encontraban textos literarios, sino también panfletos subversivos anticlericales y satíricos en los que se ridiculizaba a las más altas clases políticas.   La prostituta filósofa y la regulación del siglo XIX   La literatura pornográfica escrita hasta las primeras décadas del siglo XIX fue altamente crítica con los roles sociales y sexuales, basta pensar en obras como Ragionamenti, de Pietro Aretino, Fanny Hill: memorias de una cortesana (1748), de John Cleland, Julieta o las prosperidades del vicio (1801), del marqués de Sade, Margot la remendona (1750), de Louis Charles Fougeret de Monbron, Escuela de doncellas (1655), de autor desconocido o Teresa filósofa (1748), del Marquis d’Argens, obras en las que aparece la figura de la prostituta filósofa, una mujer con amplio conocimiento sobre su cuerpo y el de sus amantes, con ideas propias, decidida, dueña de su propio placer e independiente —mujer que se contrapone a la del imaginario religioso y moralmente correcto—, y en las que, además, se le da una voz propia al sujeto deseante femenino para que narre sus experiencias sexuales y su forma de desembarazarse del deber-ser de su género.   Sin embargo, en el siglo XIX la pornografía se separó de la crítica política y se volvió un producto comercial relacionado con la falta de valores, de refinamiento y de educación en general. Dejó de representar un peligro como artefacto de desautorización y pasó a ser una amenaza a la estabilidad estructural de las sociedades en tanto que desafiaba su moral. No es posible entender el trasfondo de este término sin la censura institucional que puede ser rastreada desde el siglo XVI, ni tampoco sin la búsqueda moderna de regular la sexualidad a partir de los avances científicos, médicos y filosóficos, ni sin los levantamientos en contra de las autoridades eclesiásticas y políticas. Michel Foucault en Historia de la sexualidad: el uso de los placeres (1984) escribe que el término ‘sexualidad’ apareció en el siglo XIX como consecuencia del desarrollo de distintos campos de conocimiento y de la instauración de normas de conducta impuestas por instituciones religiosas, judiciales, pedagógicas y médicas; normas a través de las cuales, además, los sujetos empezaron a dotar de sentido a sus acciones.   Lo pornográfico se convirtió, entonces, en el vertedero a donde iban a parar todas las expresiones de los discursos que se desviaban de la sexualidad normativa. El término mismo fue modelado para la regulación de la conducta sexual del sujeto social, es decir, para delimitar lo prohibido. Foucault sigue esta línea investigativa en tanto que es posible que “la forma general de lo prohibido dé cuenta de lo que pueda haber de histórico en la sexualidad”.   El género fuera de los géneros   Escribir el cuerpo significa construirlo y también deconstruirlo. Es por eso que la pornografía literaria representa un tabú y, ciertamente, queda exiliada de la pirámide de prestigio. En tanto que lo pornográfico es obsceno y lo obsceno es, en palabras de Naief Yeyha “aquello que se sitúa fuera de los márgenes de lo representable” (2012: 30), hablar de un arte pornográfico es poner las manos sobre un tema polémico. De ahí que exista su contrapuesto: el erotismo. Naief Yeyha escribe en su ensayo Pornografía (2004) que lo pornográfico no se define por lo que es, sino por lo que causa, es decir que se trata de una categoría móvil, mutante, que cambia según la época y su marco moral de lo permisible. Tanto Kieran como Sontag, por otra parte, señalan que en el imaginario social lo pornográfico es aquello que tiene como único fin provocar excitación sexual. Sin embargo, las “novelas obscenas” no pueden ser pensadas exclusivamente desde su intencionalidad. Susan Sontag reflexiona sobre esto en su ensayo ‘La imaginación pornográfica’ (1967), en donde hace referencia a la dificultad que la crítica y que los lectores encuentran al momento de afrontar un producto que es artístico y, simultáneamente, pornográfico. El problema está en que la sombra de la palabra obscenidad parece entrar en contradicción con el carácter elevado del arte: mientras que la pornografía pervierte, deprava, tuerce, el arte humaniza, dignifica y engrandece. Esta visión moral de lo artístico construye definiciones a partir de los efectos que provoca determinado producto cultural en sus consumidores sin pensar en el producto ni en sus características propias. Lo pornográfico, que puede mostrarse en cualquier forma, aparece fuera de la disquisición artística no porque su naturaleza le impida ser una expresión del pensamiento —normalmente se cree que es una expresión de los más bajos instintos y que carece de ideas—, sino por su carácter blasfemo y, en general, inmoral: “La pornografía es el género fuera de los géneros, aquel que más que definir estigmatiza, ese que no permite fusiones con otros géneros porque convierte en pornografía todo lo que toca”. (Yeyha: 15). El lenguaje desnudo La visión esteticista del arte fue transgredida por los primeros pornógrafos, quienes prefirieron llamar a las cosas por su nombre y no limitarse a sugerirlas. Pero esta forma de entender lo artístico como la antítesis de lo directo es lo que dio paso al juicio contra El amante de Lady Chatterley (1928), de D.H. Lawrence en 1960, obra que Penguin Books había decidido publicar bajo su sello ese mismo año a pesar de la recientemente ratificada Ley sobre Publicaciones Obscenas (1959). En el juicio se hizo referencia al lenguaje que empleaban los personajes de la novela en sus diálogos, tema que el mismo Lawrence desarrolló en Pornography and obscenity, en el que criticó la indignación adoptada por “la muchedumbre” (2) al leer determinadas palabras que designaran partes y funciones corporales. Lo que estaba poniéndose en cuestión era si la literatura podía convertirse en una zona sin ley, sin moral, en la que pudiera decirse, en un lenguaje coloquial, despojado de lirismos y preciosismos —y por lo tanto accesible a cualquier lector—, lo impronunciable en la vida cotidiana; lo que estaba poniéndose sobre la mesa era el eterno debate de si la literatura debía o no estar al servicio de las buenas costumbres, el buen uso del lenguaje y la correcta educación ciudadana, de si el arte debía edificar para ser arte —edificar en el sentido institucional de la palabra—, de si la imaginación pornográfica tenía derecho a ser expresada aunque su contenido fuera degradante y violento.   El juicio dio el visto bueno a la publicación de El amante de Lady Chatterley y abrió un debate interesante sobre pornografía, arte y censura. Algo más de una década después, Andrea Dworkin, feminista antipornografía, publicó Woman Hating: A Radical Look at Sexuality (1974) en el que abordó la novela, en ese entonces de autoría anónima, Historia de O, de Anne Desclos, como una obra pornográfica que producía un daño social directo, en este caso, hacia “la mujer”. Dworkin abogaba por la erradicación de todas las producciones pornográficas, por lo que, otra vez, la noción de pornografía se nos muestra inextricablemente unida a la de censura. Catharine Mackinnon planteó en Feminism Unmodified (1987) que lo artístico de una obra no la exonera del daño que puede ejercer sobre las mujeres y, por lo tanto, sugiere cierta inclinación hacia la censura, aunque trata de encubrir su postura eludiendo el uso de dicha palabra (1987: 175). El daño es otro concepto que siempre ha entrado en el debate sobre la pornografía: ya sea porque ridiculiza y mancha la imagen de personajes públicos, exalta las actitudes viciosas y violentas en sus lectores/espectadores, rompe con los patrones morales de una sociedad o perpetúa las representaciones de sumisión femenina frente al dominio masculino. El carácter político, rebelde y subversivo del término se nutre de lo controvertido de sus temas y abordajes. Lo erótico no necesita del tabú para existir; lo pornográfico sí porque esa es la condición básica de su existencia y mientras tenga el poder de escandalizar a una sociedad mantendrá su estado transgresor y provocador.   La mirada latinoamericana   En Latinoamérica las nociones de ambos términos no han generado mayor debate porque el escenario de discusión difiere significativamente. El periquillo sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, considerada la primera novela latinoamericana, se publica en 1816 en el marco de las guerras por la independencia a lo largo del continente. Las siguientes producciones narrativas, hasta 1940 aproximadamente, se encargaron de reflexionar en torno a la problemática de civilización vs. barbarie; surge con fuerza el realismo social y el indigenismo como formas literarias de búsqueda y de construcción de una “verdadera identidad latinoamericana”, de reivindicación social de las clases históricamente oprimidas, de distanciamiento de España y de Europa en general, etc. De modo que la narrativa latinoamericana tuvo otro tipo de preocupaciones esenciales que hicieron que el erotismo, aunque incluido dentro de obras cuya temática no se circunscribía a la exploración de dicha categoría, quedara relegado a un segundo plano. No es sino hasta 1940 que los escritores, impulsados por la llegada de las ideas vanguardistas, comenzaron a interesarse por la experimentación formal y por otros temas que no fueran los nacionales —con precursores como Macedonio Fernández en Argentina y Pablo Palacio en Ecuador—. Si bien en poesía la irrupción de lo erótico puede ser rastreada desde mucho antes, en narrativa solo se piensa el cuerpo, su lugar en el mundo y sus representaciones, como centro temático, en el siglo XX.   Simultáneamente, a principios de siglo, los movimientos feministas del primer mundo exigieron repensar la representación de la mujer en el imaginario cultural europeo y norteamericano, mientras que en Latinoamérica se formaron las primeras organizaciones y agrupaciones feministas. Poetas como Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Gabriela Mistral y Dolores Veintimilla, entre otras, introdujeron, en este escenario, a la mujer como posible sujeto de deseo. Recién en 1960 las escritoras latinoamericanas empezaron a publicar novelas y cuentos cuyo eje central fuera el erotismo —aunque Armonía Somers, escritora uruguaya, publicó una novela erótica, La mujer desnuda, en 1950—. Si bien la palabra ‘pornografía’ como categoría literaria no tenía cabida dentro del discurso de la época, el erotismo era, en cambio, el término subversivo que en sí mismo resultaba pornográfico cuando era esgrimido por la voz de una mujer.   En la década de los sesenta se publicaron antologías eróticas como Prostibulario (1967), editada por Enrique Amorim, y Aquí la mitad del amor (1966), editada por Ángel Rama —la primera contiene un cuento escrito por una mujer y la segunda está compuesta por varias escritoras uruguayas: Juana de Ibarbourou, Sylvia Lago, Armonía Somers, Clara Silva, María Inés Silva Vila y Giselda Zani—. Inés Arredondo, escritora mexicana de culto, publicó su primer cuentario de relatos eróticos en 1965: La señal. En ese mismo año Alejandra Pizarnik publicó La condesa sangrienta, una novela corta o cuento largo, según como se prefiera, que trata la figura de Erzsébet Báthory desde la perversión sexual y el enfrentamiento entre eros y tánatos.   En la década de los sesenta la irrupción de la narrativa erótica de mujeres en el marco de la producción literaria continental confluyó con las dictaduras militares que empezaron a tomar el poder de más de la mitad de los países de la región. Reina Roffe, escritora argentina, después de publicar en 1976 una novela erótica que no tardó en ser prohibida, Monte de Venus, se exilió para huir de la censura de la dictadura de Videla. En España, tras la dictadura altamente represiva y puritana de Franco, surgió la colección de Tusquets La Sonrisa Vertical (1977) que le otorgó su primer premio a Susana Constante, escritora argentina que también se exilió en 1976, por la novela La educación sentimental de la señorita Sonia (1978). → Escribir el cuerpo significaconstruirlo y también deconstruirlo. Por eso la pornografía literaria representa un tabú y queda exiliada de la pirámide de prestigio. En tanto que lo pornográfico es obsceno y lo obsceno es, en palabras de Yeyha “aquello que se sitúa fuera de los márgenes de lo representable”.   La década de los ochenta —momento de retorno a la democracia— coincidió, no casualmente, con el despliegue de publicaciones de novelas y cuentos eróticos por parte de escritoras que estaban interesadas en quebrar la noción de lo femenino desde la reescritura del cuerpo. A causa de esta inclinación literaria varias autoras publicaron en los años ochenta ensayos que hablaban del eros y de la escritura, por ejemplo: ‘Sitio a Eros’ (1980), de Rosario Ferré, ‘Las escritoras y el tema del sexo’ (1989), de Tununa Mercado, ‘Algunas consideraciones sobre la mujer y la literatura’ (1985), de Griselda Gambaro, etc. Y también obras narrativas como Bloyd (1984), de Liliana Heer, Los amores de Laurita (1984), de Ana María Shua, En breve cárcel (1981), de Silvia Molloy, La nave de los locos (1984), de Cristina Peri Rossi, Lo impenetrable (1984), de Griselda Gambaro, Amatista (1989), de Alicia Steimberg y Canon de alcoba (1989), de Tununa Mercado. Como en Latinoamérica no hubo nunca espacio para la pornografía dentro de la discusión artística, el erotismo vino a representar la exquisita ejecución literaria de las perspectivas más escabrosas de la sexualidad y de sus significaciones políticas. Aunque la ejecución que llevó a cabo Osvaldo Lamborghini en su cuento ‘El fiord’ (1969) no lo salvó de la censura; lo mismo ocurrió, más tarde, con su cuentario Sebregondi retrocede (1973). El problema para Lamborghini fue que se negó a sugerir lo sexual en su literatura y, en cambio, prefirió mostrarlo en toda su violencia y abyección —lo que su obra sugería era otras cosas, no el acto sexual—. Su narrativa era atrevida porque nombraba lo innombrable y se hacía cargo de crear los escenarios más duros y truculentos —siempre con un trasfondo político, en una especie de vuelta a la tradición originaria de la literatura pornográfica— sin elipsis y sin florituras en la construcción del lenguaje. Si para él, desde la centralidad de la voz masculina, este tipo de escritura estuvo vedada y le significó la marginalidad, resulta fácil comprender por qué las escritoras optaron por un lenguaje menos agresivo para tratar, en el fondo, los mismos temas que Lamborghini. La década de los ochenta, en este sentido, fue un período de liberación en el que la lucha contra el autoritarismo y la creciente caída de las dictaduras militares latinoamericanas le dio espacio al erotismo y a la pornografía dentro de la literatura. No es casual que, durante la dictadura de Videla, los cuentos de Lamborghini hubieran tenido que circular a escondidas y que, 2 años después de la caída del régimen, Luna caliente (1983), de Mempo Giardinelli, se convirtiera en un best seller.   Notas: 1. Este artículo fue publicado en: Kieran, Matthew. ‘Pornographic Art’, Philosophy and Literature, (2001) Volume 25 (1), 31 - 45. 2. “The mob”en palabras de Lawrence.