Fernando Tinajero es un poco esquivo para abordar su pasado, el más individual, pero se esponja y acomoda para hablar de los años sesenta. Quizá porque -como dicen algunos de sus allegados o coetáneos- fue la época de su mayor esplendor político, literario y cultural. No creo mucho en eso y por ello concretamos esta entrevista. Y así todavía hay mucho por abordar. Los años sesenta son ese espacio enigmático aún para entender por qué ocurrieron varios hechos que originaron un proceso político complejo, con personajes inolvidables y también con aspectos aún oscuros, que no han sido suficientemente explorados y pensados. Por ejemplo, el peso del ‘Gran Ausente’ (Velasco Ibarra) o el porqué no volvieron a existir esos monumentales suplementos y/o revistas culturales. Recibió hace poco el Premio Nacional Eugenio Espejo, que lamentablemente ya no cuenta con una pensión vitalicia. Y lo menciona como una mala señal. Y al mismo tiempo deja muchas cosas por contar, reflexionar, recordar y hasta desechar. Por lo pronto, muchos aspectos de su obra quedan pendientes. El motivo de esta entrevista fue su libro El siglo de Carrión (2014), que da para largas conversaciones. La pregunta tal vez es muy simple para la complejidad que implicaría una respuesta, pero, ¿qué son los años sesenta para la cultura ecuatoriana? Bueno, yo pienso en un momento crucial. Creo que estos años del siglo XX tienen una inflexión: a partir del triunfo de la revolución cubana se da un proceso completamente nuevo en América Latina en general, y también en Ecuador. En el campo de la cultura, es la irrupción de un movimiento nuevo que en la época no recibió la atención que buscaba pero que a la larga está demostrando que es el que marcó un nuevo rumbo para la cultura en general. ¿Por qué? En la política cultural, me parece, a partir de los años sesenta empieza a declinar la ideología de la cultura nacional que tuvo vigencia durante toda la primera mitad del siglo, y empieza a perfilarse la necesidad de reconocer la presencia del otro o los otros. En segundo: se pone fin al movimiento del realismo social que dominó la literatura y la plástica de la primera mitad del siglo y se abrió la posibilidad de lo que algunos han llamado el ‘realismo crítico’. No sé si ese sea el nombre más adecuado, porque eso de poner rótulos a las cosas es siempre difícil. Creo que más bien sería tarea de los historiadores del futuro poner un nombre a eso. Pero es la ruptura de ese realismo objetivista que pretendía hacer una denuncia y que finalmente no denunciaba nada; y es el comienzo de un esfuerzo por totalizar e integrar la realidad, no ver solamente lo objetivo, sino también lo subjetivo. Hay piezas extraordinarias, en ese sentido. De literatura... De literatura. Y es el momento también en el que se genera un pensamiento nuevo. Figuras como la de Bolívar Echeverría, hoy reconocido en otros países como autor del aporte más importante que ha habido en América Latina para el pensamiento marxista, o el pensamiento de Agustín Cueva, que fue uno de los sociólogos más importantes de América en este momento. Se empezó a cuestionar lo que hizo Agustín, cuestionar la teoría de la dependencia y abrir la posibilidad de una crítica diferente. Yo creo que toda la sociología posterior de alguna manera es hija de la labor pionera de Agustín Cueva. En el contexto que plantea ¿Qué fue lo más significativo que ocurrió en el campo cultural del Ecuador en los sesenta? La primera mitad de la década fue de absoluta impugnación de lo establecido. Era la dictadura militar de Ramón Castro Jijón y compañía, y la Casa de la Cultura había sido intervenida por la dictadura, y el eje de la producción ideológica empezó a desplazarse de la literatura hacia la sociología. Y esto significó también que el escenario de la Casa de la Cultura fuera reemplazado por la universidad. Y cuando hubo la invasión, etc., fue un café el que se convirtió en el eje del movimiento cultural. → La dictadura de Castro Jijón intervino la Casa en una época de impugnación de lo establecido. El eje de la producción ideológica se desplazó de la literatura a la sociología y el escenario de la Casa fue remplazado por la universidad. Y cuando hubo la invasión, el eje del movimiento cultural pasó a ser el famoso Café 77¿Cuál café? El famoso Café 77 que estaba a una cuadra del palacio de Gobierno y donde nos dábamos el lujo de cuestionar la acción de la dictadura. Por supuesto, ese café fue clausurado y muchos de nosotros perseguidos. Entonces, fue un movimiento de impugnación. A partir del 66, cuando se produjo la reorganización de la Casa de la Cultura tras la Junta Militar, ese movimiento de impugnación empezó como a reacomodarse a una nueva situación. Yo no diría que hizo las paces con el Estado, pero sí sufrió una escisión: mientras un bando continuaba con una radicalidad absoluta, vinculándose a la izquierda maoísta, otra mitad empezó a buscar un camino más razonable. Pero esa búsqueda del camino razonable terminó siendo perjudicial porque hacia el final de la década, ese movimiento ya estaba desarticulado. Una de las cosas que caracteriza en ese campo al Ecuador -no solamente en esa época- es que los actores culturales son muy militantes, o los militantes políticos de izquierda también son actores culturales muy fuertes... Bueno, yo creo que la política y la cultura están necesariamente vinculadas. No quiere decir que quienes nos dedicamos a quehaceres tradicionalmente considerados como de la cultura -la literatura, las artes, el pensamiento, la cátedra- necesariamente seamos militantes de lo que propiamente es la política, pero sí que cualquier producción cultural por su propia naturaleza tiene implicaciones culturales, aunque sea producida de la manera más ‘inocente’ o más neutral. La cultura por sí misma, entendiéndola como un conjunto de prácticas sociales vinculadas a la producción -pero no necesariamente como parte del proceso productivo-, está en el proceso de configuración de la sociedad. Sí, pero en ese momento no ocurría. Usted decía que tras la revolución cubana hubo un proceso nuevo en América Latina, pero en el Ecuador de los sesenta había también la división del partido comunista y la debilidad del sector socialista. Y en esas organizaciones había elementos dedicados a la cultura: trabajaban, militaban ahí... Siempre los hubo. Y en la primera mitad del siglo también. Ahora me parece que es muy significativa la escisión que sufre la izquierda en ese momento, y creo que es desde ese momento que la izquierda empieza su declive. Hoy es difícil encontrar algún movimiento propiamente de izquierda. Y sobre esa condición ecuatoriana y latinoamericana de la militancia... ¿Cómo la cultura, el pensamiento, el sector intelectual influyó en el desarrollo de la política de la época? ¿Ayudó? ¿Lo frustró? ¿Qué pasó? Bueno, hay quienes lo hicieron directamente, sin tener vinculación con partidos ni nada, pero ejercieron una acción que de una u otra manera influyó en la actividad política. Es decir, la vinculación era inmediata. El Ecuador es un país cuya sociedad no puede permitirse un refinamiento absoluto en la división social del trabajo; entonces, las mismas personas son las que tienen que hacer muchos oficios a la vez en la política, en la producción cultural, en la cátedra y a veces también para ganarse la vida en alguna profesión -como los periodistas- o en la diplomacia. Pero yo creo que en la primera mitad del siglo, la diplomacia fue un refugio más frecuente para los intelectuales... al menos lo fue la segunda mitad del siglo XX. En ese plano, ¿por qué la figura de Benjamín Carrión es importante en esa época? ¿Hasta dónde él, como persona, como militante de izquierda -que también se expresaba como tal- y al mismo tiempo como un ensayista, adquiere un peso gravitante e influyente? El peso de Carrión empieza a hacerse sentir desde antes, en parte porque él tuvo la posibilidad de sintonizar con los movimientos más generales que se daban en América Latina por encontrarse en París desde 1925 hasta 1931, si no me equivoco, cuando había una gran colonia Latinoamericana en París y cuando estaba definiéndose el latinismo de América como una manera de diferenciar a la América que fue colonia española o portuguesa, de la América sajona. Las circunstancias de haber estado en ese momento le permitieron a Carrión cultivar una serie de amistades, vínculos de carácter internacional que le dieron una resonancia mucho más grande de la que podía tener cualquier intelectual en Ecuador. ¿Y qué tan grande era esa influencia? Mucho. Durante los años treinta y cuarenta, fue decisiva. En los sesenta, él ya era el gran ‘pontífice’ de las letras ecuatorianas, una figura intocable. El Ecuador es muy proclive a santificar así a ciertas figuras, y pese a los continuos esguinces, a las contradicciones, a los vaivenes que tuvo Carrión... pese a todo eso, tuvo influencia. Y a pesar de que su ideología profunda siempre fue liberal, sus opciones políticas estuvieron más a la izquierda. De hecho mucha gente le señala como conservador en algunos momentos. Como conservador. Y me parece lo justo con lo que dice Alejandro Moreano, que es un hombre en cuyo interior hay un cortocircuito constante entre una matriz ideológica liberal y una conducta política socialista. A pesar de su condición económica. Bueno, muchos de los socialistas de la época eran personas realmente acomodadas. ¿Y por qué Benjamín Carrión pudo en ese momento, de alguna manera, ser gravitante? Usted, por ejemplo, con él tuvo buenas relaciones... Sí, yo tuve buenas relaciones, a pesar de que he sido bastante crítico con la obra de Carrión. Recuerdo con afecto a la persona Benjamín Carrión. Tuve la posibilidad de trabajar a diario con él durante dos años en la Casa de la Cultura. Cuando se reorganizó la Casa, él fue elegido presidente, Oswaldo Guayasamín fue el vicepresidente y yo secretario general. Esto me dio con Carrión un contacto permanente. ¿Qué edad tenía usted entonces? Era jovencito, tenía veintiséis años y ya era secretario de la Casa de la Cultura, y estaba publicando mi primer libro que era… algo de lo que no quiero acordarme. Pero esas audacias eran propias de esa época. Yo creo que ahora ya no se repiten. ¿Cómo era él en la vida cotidiana? Bueno, era un hombre afable, bondadoso, muy generoso y tenía una capacidad especialísima para dinamizar las cosas. No era un hombre de oficina. Yo sufría porque en la presidencia había dos puertas, una que daba directamente al vestíbulo de entrada y otra que daba a un antedespacho donde estaba su secretaria. Pero todos los días la puerta abierta permitía que todo el mundo entrara sin pedir permiso y era imposible trabajar. Yo tenía muchas cosas por despachar que debía resolver el presidente, no podía hacerlo yo. Y le decía que cerráramos la puerta que daba al vestíbulo y que dejáramos abierta la otra para que la secretaria hiciera pasar a la gente en orden. “No, Fernando: todos vienen a pedir algo. Cuando ya ven que hay otras personas, les da vergüenza y no piden, y así ya no tengo que estarles diciendo que no. Porque no tenemos para atender las necesidades de todo el mundo”, me decía. Y entonces, toda la mañana que permanecía en la Casa de la Cultura era una mañana de tertulia, él era proverbialmente un gran conversador. Y llegaban unos y otros; y se formaba una gran reunión y se conversaba y él comentaba sus anécdotas y se hablaba de libros y de las novedades políticas y de todo.Y yo me desesperaba, entonces me decía: véngase tarde a la casa. Y yo iba con mi carpeta para despachar y total que no se movía ni un solo papel. Y sin embargo a él se le ocurría alguna idea y llegaba y decía: “Llame a fulano a zutano, mengano”. Los reunía y decía: “Vamos hacer esto, esto y esto”, y empezaban a hacerse las cosas. Y se hacían muchas cosas. Otra de las características es que él era muy prolífico en un montón de cosas. Se hacían muchas cosas. Había una gran actividad. Y viajaba mucho, también. Claro que viajaba. ¿Y le dejaba a usted con toda la papelería? Claro. Yo me quejaba y después me decía: resuelva usted. Y luego de ese contacto, ¿qué aspecto negativo había en Benjamín Carrión? Quizá cierta debilidad con muchas personas. Es decir, Miguel Ángel Zambrano comentaba y decía: “este Benjamín tiene suerte de no haber nacido mujer”. Y yo le preguntaba por qué. y él decía: “porque nunca aprendió a decir que no”. Él aceptaba todo y tenía también sus flaquezas, sus preferencias, sus amores escondidos y sus reticencias frente a otras personas. Y en relación con el poder, ¿cómo se comportaba él? Hay una transición y hay un hecho que fue muy censurado: él aceptó ser un enviado personal del presidente Otto Arosemena a Lima para conseguir el voto del Perú a favor de Galo Plaza para la OEA. Aprovechando que tenía amistad personal con [el presidente] Fernando Belaúnde. Benjamín hizo el viaje sin avisar a nadie. Me acuerdo que me llamó del aeropuerto ese día y para mí fue una sorpresa. Me dijo: “Avise a los amigos que yo voy a regresar” (tres o cuatro días después). Y quería yo saber a qué se iba y tampoco me lo dijo. Lo supe después. Eso fue muy criticado. Pero, ¿por qué era criticado? Se suponía que la línea -que todavía se defendía en la Casa de la Cultura- era la de mantenerse distante del gobierno. Se trataba de mantener la autonomía que recién había conseguido la Casa. Porque cuando se fundó en 1944, la ley no le había dado autonomía: esa autonomía la Casa la tenía de hecho. Según la ley del 44, el presidente de la Casa debía presentar planes, informes, presupuestos... todo a la aprobación del ministro de Educación. Ahora, en la práctica, Carrión hacía lo que él quería porque se le tenía respeto a su figura, no otra cosa. Recién en 1966 es que se logró, después de la reorganización que fue provocada por la toma de la Casa de la Cultura, una ley que sí establece la autonomía. Es más, yo fui parte de la comisión que hizo la ley, y recuerdo muy bien un artículo redactado por Juan Isaac Lobato. Con su sabiduría jurídica, Lobato escribió un artículo que decía que ni el Presidente de la República, ni el vicepresidente del Congreso Nacional -enumeraba una serie de autoridades del más alto rango- podrían entrar a la Casa de la Cultura para fines administrativos de la institución, y que el Ejecutivo no podía disminuir sus rentas, retardar su entrega ni hacer ningún acto para menoscabar la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Era una cosa absoluta. ¿Y por qué llegó a ese nivel? ¿Por qué adquirió ese peso la Casa de la Cultura? Creo que fue una consagración institucional de una ideología que dominó en el Ecuador: la de la cultura nacional, una ideología que tenía una función de consolidar el Estado Nacional que nació de la revolución Alfarista. → La Casa de la Cultura recién consiguió su autonomía en los sesenta. Cuando se fundó en 1944, la ley no le había dado autonomía: la tenía de hecho. En el 44, el presidente de la Casa debía presentar planes, informes y presupuestos a la aprobación del ministro de Educación. Ahora, en la práctica, Carrión hacía lo que quería porque se le tenía respeto a su figura, no otra cosa.¿Y no será también por aquello que el propio Carrión hablaba de “tener patria”? Desde luego que también pesó. Y eso iba en la misma dirección de la ideología y la cultura nacional. Hay que acordarse de que el Ecuador andaba muy deprimido después de la derrota internacional de 1941 y 1942. Y después de la Gloriosa... Se creyó que era una revolución, pero fue traicionada por Velasco Ibarra: la famosa traición del 26 de marzo de 1946. Entonces había una depresión moral en el pueblo ecuatoriano y la intención de predicar aquello de volver a tener patria o de hacer una gran patria de cultura era darle al Ecuador un asidero, era una madera suelta en el naufragio, y de ahí había que agarrase para salvarse. ¿Cuándo tuvimos patria? Esa sería una buena pregunta que no se hizo en esos años. Claro, porque se queda como una afirmación cuando realmente era una duda... Me acuerdo de unos versos de Jorge Enrique Adoum que fueron para una canción que se llama Danzante del destino. Y la letra decía: “Un día me iré a quemar/ todo el trigo del dolor:/ entonces ha de haber patria./ Ahora hay tierras del patrón”. En realidad, la intención era la de construir una patria. Desde esa perspectiva: ¿cree usted que ahora tenemos patria? ¿Qué podría decir de haber avanzado en esa línea? No estoy muy seguro. Creo que en ciertos aspectos puede hablarse ya de eso, pero me parece que todavía tienen mucho peso las regiones. A mí me parece que el ecuatoriano promedio -y al pensar en el ecuatoriano no estoy pensando en el habitante de Quito necesariamente, sino en el de cualquier otro lugar- siempre encuentra su primera referencia de identidad en lo local y solo medianamente en lo que se llama ‘nacional’. Por eso hay el manabinismo, el guayaquileñismo, el quiteñismo, cuencanismo… Y riobambeñismo y guarandeñismo. Y es bastante triste que una vez que ya se terminó el problema limítrofe con el Perú, lo único que ha quedado como vínculo de cohesión en el Ecuador sea la selección nacional de fútbol. Eso demuestra la importancia que tiene el fútbol como elemento simbólico, como cohesionador... pero al mismo tiempo, es deprimente pensar que un país solo pueda tener como referente al fútbol. ¿Y por qué pasa eso? Talvez deberíamos admitir que el Ecuador fue un país artificialmente creado.