… yo no he visto un acontecimiento en mi vida que tenga un inicio, un nudo y un desenlace… Lucrecia Martel La crisis del pensamiento dualista —y de las nociones de centro, orden, causalidad y finalidad— ha removido el núcleo de las historias contadas por el cine, canónicamente asentadas en la oposición héroe-antihéroe, divo-diva, bien-mal o triunfo-fracaso. El Novísimo Cine latinoamericano ha optado por la historia pequeña. Al poner en cuestión el pensamiento binario occidental (de raíz platónico-cristiana), se pueden rastrear los inicios de ruptura y evolución de los modelos narrativos que han sustentado la manera de contar —literaria y cinematográfica—, desde la antigüedad clásica hasta la novela del siglo XIX, su trasvase a la dramática del cine, incluida la de América Latina. Doctrinas tan antiguas como el pitagorismo y el platonismo fundaron las oposiciones del pensamiento dualista, haciendo de la oposición —devenida luego lucha de contrarios— el principio formador del mundo. El guión cinematográfico clásico y sus secuelas son inviables sin la noción de conflicto de oponentes. Pero en la modernidad ilustrada, avocada a un desarrollo ilimitado y sustentada en aquella cosmovisión dualista, comienza precisamente a hacer aguas el modelo binario. Giles Deleuze y Félix Guattari proponen renunciar a todo dualismo maniqueo —el malo y el bueno— a través de líneas de fuga o desterritorialización para alcanzar lo múltiple y lo heterogéneo1. Esta proposición ilustra lo que ha sido para el pensamiento, el arte y la cultura occidentales, el cabalgar sobre dicotomías; y explica el carácter de la elección clásica y moderna por lo grave, eterno e inmutable y su maniqueísmo cultural y estético excluyente, sobre la base de forzar jerarquías violentas, de privilegiar hegemonías y centralidades; es decir, de lo mayor sobre lo menor, consecuencia de una atmósfera positivista y racionalista de verdades absolutas. Al contrario, el posmodernismo, sostiene el antropólogo inglés David Harvey, toma partido, al menos en algunas de sus vertientes, por lo efímero, lo fragmentario, lo discontinuo, lo indeterminado y la superficie2. En estos resquicios que el pensamiento posmoderno abre en el seno de los grandes sistemas y relatos, en esta desautorización de lo alto y centrado, Deleuze dirá que un libro de filosofía puede ser no más que una especie muy particular de novela de detectives o de ciencia ficción, y Michel de Certeau va a argumentar sobre la vida cotidiana y la “erosión e irrisión de lo singular o de lo extraordinario”3. De Certeau construye la “ciencia contemporánea de lo ordinario”, de la vida cotidiana y del héroe menor, y nos recuerda que este “héroe anónimo viene de muy lejos […] Poco a poco ocupa el centro de nuestros escenarios científicos. Los proyectores han abandonado a los actores que poseen nombres propios y blasones sociales para volverse hacia el coro de los figurantes amontonados en los costados, y luego fijarse por fin en la muchedumbre del público”. [...] Los herederos latinoamericanos El cine latinoamericano se ha nutrido de las tradiciones euronorteamericanas. Con retrasos, transformaciones y adaptaciones, logró generar unos cines nacionales más o menos apegados a esas tradiciones, aunque con diferencias locales, a veces bastante visibles de un país a otro, tanto en el proceso de producción como en la composición y contenidos de sus guiones. Y, por supuesto, también heredó la vocación patética y climática de sus dramas. En las más disímiles películas producidas desde el período silente (1897-1929), signado por el conocimiento, la asimilación y ejercicios de aprendizaje, pasando por la década de 1930-1940, tan abundante en musicales populares —rancheras, chanchadas y tanguedías—, hasta llegar a los cuarenta, cincuenta, la etapa del Cine de Oro mexicano, se puede verificar las maneras en que se imitó a Hollywood, cómo la mirada subcontinental de esos años se “americanizó”, como dice Carlos Monsiváis; pero el ensayista mexicano es más preciso y contundente todavía cuando señala el punto clave de aquellos primeros dramas —atrapados en el pathos melodramático— y su obediencia a la tradición anglosajona: “disminuir o eliminar escenas insignificantes y los momentos muertos”4. Solo una pequeña película de Buñuel, de su etapa mexicana, señala intenciones de mirar el mundo de los héroes menores. En el epígrafe de La ilusión viaja en tranvía (1953) escuchamos: “Millones de hombres y mujeres prensan, hora tras hora, sus historias fugaces y sencillas… Esta película ha de ser una anécdota más, sencilla y casi trivial, de la vida en el sector laborioso y humilde que forma la gran masa…”. Pero, en el marco de un guión bastante correcto, al menos en dos escenas aparece el toque poético buñueliano, tan deudor de la gran tradición estética occidental. A partir de los sesenta, el cine latinoamericano “comenzó a tomar conciencia colectiva de su otredad, con lo cual ingresaría a la Historia (con mayúscula), donde un filme ya no es un simple filme, sino la huella de un forcejeo espiritual colectivo”5, como apunta el cubano Juan Antonio García Borrero, crítico de cine; surge así el cine moderno o Nuevo Cine de los sesenta, setenta, bajo la consiga de filmar “con una idea en la cabeza y una cámara en la mano”, según la sentencia de Glauber Rocha. Para García Borrero, cierta novedad y latinoamericanidad se concretarían en este cine militante y comprometido, conceptuadas y materializadas en teorizaciones y filmes del cine imperfecto, cinema novo y tercer cine. Esas películas tenían una profunda vocación identitaria y política, de toma de conciencia, denuncia y revolución. Ese cine, apegado a la toma directa y los tipos sociales, defendió, según el cineasta boliviano Jorge Sanjinés, una “narrativa propia que tenía que ver con nuestra mentalidad, que conjugara los ritmos internos de la espiritualidad nacional”6. Del pathos melodramático de ranchera, tango y bolero se había pasado al pathos épico nacional. La estela del neorrealismo italiano7 y los ecos de la nouvelle vague francesa rondaron por allí: salir a las calles a registrar la realidad cotidiana, con premura y bajo presupuesto, rechazando el naturalismo transparente o tecnocrático hollywoodiano y sus códigos narrativos tan redundantes en el simplista juego del bien. Pero además, como dice el ecuatoriano Jorge Luis Serrano, “el neorrealismo buscó reducir la diferencia entre la vida cotidiana y el cine”8. Esta plataforma conceptual y práctica iba a ser decisiva para las cinematografías periféricas y básicamente para el Nuevo Cine de los sesenta-setenta; pero con detalles a destacar: primero, el hecho de que en estas cinematografías el drama individual estaba íntimamente ligado a dramas colectivos; o mejor, eran sus alegorías, en el sentido de que en la pantalla funcionaban como delegados dramáticos de un grupo humano real; y segundo, que efectivamente el neorrealismo y su poética de la vida ordinaria y cotidiana eligió nuevos ambientes y héroes: los suburbios, sus viviendas destartaladas y sus humildes habitantes, los jubilados, los olvidados, los pescadores explotados, los oprimidos, pero dramatizados como personajes políticos, cuya vida privada no importaba dado su nulo valor como instrumento de cambio social. Gente ordinaria, sí, pero atrapada en el pathos nacional. Los ochenta, años del fin de las dictaduras e inicio de las democracias signadas por el neoliberalismo, decretan la clausura del Nuevo Cine. La caída del muro de Berlín en 1989, el colapso del socialismo real y los cuestionamientos a la fe revolucionaria del alegorismo de aquel cine (y no solo del cine, sino de toda la inteligencia subcontinental de tendencia izquierdista que tuvieron en Octavio Paz y Vargas Llosa a sus más afilados detractores); además la planetarización capitalista transnacional, el mundo devenido mercado, el consumo convertido en ideología, los ambiciosos avances tecnológicos y las masivas migraciones sur-norte marcan transformaciones profundas. La explosión de la industria audiovisual y los medios electrónicos en la producción y difusión de imágenes conspiran contra el pathos revolucionario de aquel cine y vuelven insostenibles sus proclamas descolonizadoras. En el mundo se establece un sensorium: los nuevos soportes y lenguajes problematizan la autoría del mensaje visual y redinamizan los procesos de filmación y circulación (digital y DVD). Los intentos de hacer del cine militante la antítesis del capital y la industria masiva resultan obsoletos. Los lenguajes televisivos, videográficos y de internet condicionan contenidos y formas de las narrativas de los noventa, como formas de enfrentar al desencanto moderno, la globalización y las presiones del neoliberalismo. En esas condiciones, el cine subcontinental desarrolla su faz más pesimista y desencantada, una vez desvanecido el pathos utópico: el realismo sucio de los noventa, antecedente inmediato, con prolongaciones paralelas, del Novísimo Cine de entresiglos9. El realismo sucio generó películas centradas en la violencia urbana, la marginalidad, la vida en las calles, con fuerte marca documental o registro testimonial, arropado a veces por la narrativa genérica (thriller, cine negro y de pandillas). Este cine del desencanto radical concreta en sus películas el descrédito de nociones como revolución, pueblo y nación, y cifra “en clave de tragedia el mundo distópico de la calle”10. Herederos rabiosos de Los olvidados (1950) de Buñuel, Crónica de un niño solo (1964) de Leonardo Favio, Rodrigo D: no futuro (1990) o La vendedora de rosas (1998) de Víctor Gaviria, Pizza, birra, faso (1997) de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, Ratas, ratones y rateros (1999) de Sebastián Cordero, han sido extremos al mostrar lo abyecto de sus personajes, al punto de llegar a la pornomiseria o el folclorismo de la indigencia, resultado de su exasperado pathos miserabilista. La alternativa, como veremos, fue cinematografiar a los héroes menores. [...] En la cama Las marcas del neorrealismo cotidiano se pueden detectar en la película En la cama (2005), del chileno Matías Bize (1979), que exhibe la utilización dramática del tiempo, los espacios y el acontecer cotidiano, alternando con el denso acontecimiento del erotismo y el amor sexual. En un filme lineal, continuo, climático, anecdótico, flagrantemente grave y marcado por la pasión amorosa, irrumpe la desdramatización y el giro documentalizante como recursos veristas destinados a develar “qué es lo que pasa realmente con dos personas encerradas en la pieza de un motel”. Un drama que se desarrolla dentro de una habitación se anuncia como un encierro iliádico. Si es un motel la locación del drama, inmediatamente el relato declara su vena erótica, el elevado protagonismo que tendrán los cuerpos; pero este erotismo será secundarizado por la puesta en escena de la brevedad cotidiana. Eros y clandestinidad parecerían enrumbar a este filme por el tono de la excepcionalidad, pero no es así: el drama de los personajes no gira en torno a las venturas y desventuras del cuerpo deseante. El verdadero drama está más acá o más allá del cuerpo erotizado, desborda el conocimiento carnal, pasa por el complejo terreno de la relación interpersonal y llega a las minucias del pasatiempo, el juego, la broma, la filosofía cotidiana y el anecdotario personal compartidos; es decir, tiempos muertos y microeventos. La dialéctica suplemento-complemento entre gravedad y brevedad que maneja esta película se concreta en situaciones, gestos, miradas, y sobre todo en diálogos, en los que tópicos, teorías o cosmovisiones idiosincráticas, van de lo serio a lo banal, de lo denso a lo trivial, y desembocan incluso en el silencio, configurando una atmósfera entre tensa y laxa, lúbrica y lúdica, tan reveladora y coherente con la extrañeza de dos personajes que acaban de conocerse y comparten una jornada —presumiblemente una noche— que cubre el tiempo de la diégesis. La aproximación entre dos adultos, aislados, suspendidos en una habitación durante el fugaz intervalo de un encuentro clandestino será la instancia suprema del drama. En el Novísimo Cine todo es cuestión de horas: lo efímero temporal como elogio de la brevedad. Pero no solo lo temporal compartido es mínimo, sino también lo espacial y lo vital: el escenario se reduce a una habitación en la que ocurre lo denso y lo leve. Las imágenes de En la cama son el resultado de conjugar la toma directa, los tiempos muertos y tiempos fuertes, lo que va alternando la quietud dialogada y la movilidad de los cuerpos, con recurso al corte simple, el plano-contraplano, el primer plano del bello y la bella, del músculo y el muslo. Es un relato lineal y continuo, de sonido sincronizado, con una iluminación que resalta el kitsch decorativo de la escenografía, que se permite alguna división de pantalla y una cámara móvil que se estaciona si la escena lo demanda. Pero se atiene a contar una historia con un tratamiento especial de la elipsis: el corte deja hacer y pasar tiempos muertos y acciones ordinarias. Preludio menor para un acto amoroso Si la norma canónica ha establecido que cuando el chico conoce a la chica, el encuentro debe terminar en el matrimonio —siempre feliz en el caso del modo espectacular—, en este filme el criterio es eludir esos acontecimientos en tanto objetivo y gran final de la historia, y contar un evento previo al clímax matrimonial. Es decir, es un nuevo caso de esquivamiento: no contar el acontecimiento, sino lo que está antes. Si en la dramática clásica, e incluso moderna, de lo que se trata es de narrar lo capital, en el cine que nos ocupa ocurre lo contrario: elude los acontecimientos fuertes; el corte y el encuadre niegan el evento-límite de tal forma que el hilo narrativo se atiene a lo que está antes, junto al acontecimiento y posterior a él —como en La ciénaga11, de Lucrecia Martel—, evitando a cualquier costo la mostración de lo trágico o situación relevante. Pero como la novedad nunca es nueva, estas películas retoman la fórmula neorrealista de Antonioni de que “cuando se dijo todo, cuando la escena capital parece terminada, está lo que viene…”12. En la cama altera o introduce una variación a la fórmula de Antonioni: son los prolegómenos, lo anterior a la escena capital el terreno que le interesa explorar. El matrimonio como acontecimiento patético va a ocurrir fuera de campo, en el futuro; se lo anuncia en los diálogos, y lo que le importa a este filme es un breve incidente que ocurre antes de la llegada al altar. Sin embargo, si el matrimonio como acontecimiento capital queda fuera de campo, el suceso prenupcial narrado exhibe un nivel de gravedad, pues el encuentro no ocurre entre la pareja destinada al altar, sino en el enredo de la novia con un desconocido. Aquí se plantea, según la convención, un dilema moral grave. Pero ese dilema tampoco es central en el filme: tanto en los diálogos como en las acciones está secundarizado, no se lo comenta, no se plantea una tesis sobre la culpa; y, al contrario, es notable el giro gozoso que se le imprime al encuentro, que ni de lejos tiene el sesgo de sordidez que cierto costumbrismo bienpensante podría haber esperado. Desdramatizando el dilema moral y su lado represivo, la película celebra el erotismo y plantea el conflicto sobre otros planos: el encuentro fortuito, su fugacidad, el pasmo ante lo que pudo ser y no será, la nostalgia por lo breve. El filme comienza con un tiempo fuerte: los amantes, luego de su encuentro casual, están entregados al goce sexual. El azar, el deseo y sus impulsos han funcionado como el golpe inicial. En el desarrollo se nos informará que este encuentro casual, en tanto triunfo del deseo y volición de los personajes por sobre las convenciones, no tendrá los recorridos nefastos propios de la narración trágica. Luego de esta escena, que reviste las densidades y gravedad del acto erótico, el drama va desarrollándose linealmente dentro de la lógica de las acciones inherentes a una ilíada, pero en la que los avances azarosos y acumulativos lo acercan a una odisea, no en los términos de un desplazamiento móvil sino de un viaje inmóvil, vertical, hacia el conocimiento entre ellos y el reconocimiento de sí mismos. Parecería que estamos frente a un ejemplar de los grandes relatos de la profundidad psicológica y emocional, pero no: este viaje vertical cava poco y más bien se desliza por las superficies de acciones rutinarias, juegos y diálogos caóticos. A un breve encuentro, brevedad de caracteres; no hay tiempo para más. El desenlace del drama es previsible: el encuentro casual acabará de acuerdo a esa premisa. En consecuencia, la progresión dramática es nula, y la continuidad se sostiene merced a los tiempos fuertes de los lances sexuales que han sido estratégicamente ubicados para que funcionen como picos emocionales. Lo demás está lleno de pequeños incidentes y diálogos. Lo que se cuentan o intercambian los personajes se mantiene en el orden de lo momentáneo y pasajero que sirve para ir pasando el tiempo y dilatar la inevitable despedida. Por ello, los personajes no cambian o su afección es mínima. Al final, saldrán como entraron, con una experiencia pasajera pero carente de la gravedad necesaria para dar un vuelco a sus vidas. La vida continúa. Un bello recuerdo y nada más. Como los que ellos mismos rememoran y se cuentan. Las circunstancias externas, pasadas y futuras pesan más que la efímera situación actual. En la aceptación de la jerarquía de lo que son sus vidas —antes y después del encuentro— sobre lo que están viviendo ahora en esta habitación no hay drama ni tragedia. Los personajes respetan las leyes de la brevedad: una rápida pausa antes del resto de sus días. Un encuentro que no será fundacional. No obstante, hacia el final, la película siente la necesidad —injustificada— de introducir una crisis climática, y vuelve por las maneras clásicas de patetizar el relato, optando por la revelación de un dato oculto: primero ella, Daniela, que le cuenta lo de su matrimonio, a esta altura ya desdramatizado, porque él, Bruno, indiscretamente ha esculcado el bolso de ella; y luego, acaso con la justificación de equilibrar dramáticamente el filme, se dispone que también Bruno cuente su secreto: su responsabilidad en la desaparición del hermano, hecho grave de la niñez, trágico, traumático (que ocurre fuera de campo y está en el diálogo). No obstante, tales revelaciones no tienen el carácter de una epifanía capaz de provocar un vuelco a la situación. Por ello, sobre todo la confesión de Bruno, asoma como una pieza que calza con dificultad en el drama, casi como una contravención a la poética desdramatizada que profesa el filme (el mismo reclamo se lo han planteado a la historia de La ciénaga, por la muerte del niño en la escena final). Si se piensa que durante todo el filme el guión se ha encargado de desenfatizar lo grave, la confesión final de Bruno linda con el golpe de efecto o la concesión: un tiro en un concierto que se pretende de tono menor. El perfil clase media de la pareja y todo el cúmulo de gestos e informes que abundan en la historia califica a estos personajes como lo que Alan Pauls, por no decir alegorías privadas, denomina mundos: “…mundos no cartografiados de antemano en los que lo social como contención, opresión y marco se desvanece”, y que son propios de un cine que “antes que mostrar a los representantes del poder, lo que le interesa es exhibir los funcionamientos de la maquinaria social y de sus engranajes más imperceptibles”13. Decir que se trata de un filme de mundos privados significaría aparentemente dejar fuera la posibilidad de remisiones a la exterioridad colectiva, de cualquier lectura que desborde al individuo; pero el giro patético final —sobre todo la confesión de Bruno— le permiten a la película filtrar un par de datos que pueden abrir paso al sentido alegórico público, pero en los estrictos términos que hemos señalado para otros filmes del neorrealismo cotidiano: no un alegorismo enfático, sino de segundo o incluso tercer plano. La situación del niño que mira al hermano que desaparece y no dice nada, que se queda callado y no colabora para encontrarlo ¿no está finalmente hablando del silencio cómplice de cierta clase media —y por supuesto alta— frente a las desapariciones desatadas por la dictadura de Pinochet? Y un segundo elemento: Daniela se va a casar con un hombre violento, golpeador, que incluso le ha fracturado una de sus costillas. ¿Ese dato lo dejamos pasar o hay allí una referencia tan sutil como directa a cierta forma de ser de la masculinidad chilena? Nuevamente la ambigüedad sugestiva. El impulso alegórico político o costumbrista no se quiere ir del cine latinoamericano; persiste, aunque ya no en toda su dureza y pureza, sino como fondo o figurante. [...] Whisky El segundo filme de los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, Whisky (2004), es una brevísima crónica —dura pocos días— de la vida de tres personajes simples de este mundo. Ya en 25 Wats (2001), este tándem uruguayo retrató a tres jóvenes vagabundos y perdidos en un barrio montevideano, envueltos en aventuras de lo más anodinas e intrascendentes. La errancia de sus personajes y el bajo trazado dramático, acentuados por la sugerencia documentalizante del blanco y negro, hicieron de la cinta un ejemplo modelo de los nuevos terrenos que había decidido explorar la novísima generación de realizadores uruguayos. Como en su primera película, en Whisky los dos directores toman distancia de los preceptos narrativos y dramáticos clásicos, o reciclan lo que el clasicismo y el modernismo cinematográficos les podían ofrecer, sea del neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa, el free cinema británico o el new american cinema, para consagrar su mirada a los héroes menores, lo que ya en el plano del guión significa urdir historias con los segmentos que la dramatización canónica desdeñara en su afán esencialista, trágico o espectacular. Whisky, desde los imperativos de la ficción de lo menor, se acoge al programa del neorrealismo cotidiano, pero se singulariza aún más por haber elegido el mundo adulto —y muy maduro— como universo a reconstruir. La estructura dramática del filme es lineal y continua, fruto de un montaje narrativo y sonido sincronizado. El drama es principalmente situacional, apela poco al diálogo. La dimensión documentalizante se concreta en el empleo de locaciones naturales, tanto interiores como exteriores. La atmósfera general es de contención y calma, adecuada al tiempo repetitivo y desgastado de sus apagados personajes, sus actividades y relaciones interpersonales. De allí que la repetición de escenas, planos vacíos, planos congelados (como retratos vivos de personajes en la fábrica, el almacén o la piscina) desemboquen en un filme lento (que subraya los “momentos incómodos”, en homenaje a Jim Jarmusch), en cuya superficie parece no pasar mucho pero que bien mirado, bajo esa capa de quietud, bulle un fuerte pathos. Porque este filme, como ningún otro de los aquí tratados, plantea la tesis de que a la gente común, a la que aparentemente no le pasa nada, en realidad le ocurren cosas, a veces sin que ellos mismos lo sepan. Mezclar lo extraordinario con lo ordinario, poner en escena lo alto, lo medio y lo bajo, como elementos constitutivos del mundo de la vida, es el cometido de este drama. Cuando lo mayor se disfraza de lo menor La pulsión de realidad, que ha sido constante en la historia del cine latinoamericano, se prolonga en el cine contemporáneo y concretamente en esta parcela que llamamos neorrealismo cotidiano. El retorno de lo real documentalizante y su marcada presencia en la ficción es imponente, pero esa vuelta ha sufrido un giro: la vocación por lo efímero, lo pasajero o lo contingente, como gestos impugnadores de todo sentido trascendentalista y mayor. Las historias mínimas, sus héroes menores y el anecdotario cotidiano del cine contemporáneo son el correlato visual narrativo del espíritu inmanentista tan difundido en las obras de arte posmodernas. Ángel Quintana, en línea con el mexicano Jorge Ayala Blanco y su noción de transcotidianidad, dice que “el mejor cine contemporáneo no pasa por las obras pretenciosas, ni por las producciones que pretenden poseer un registro mayor, sino por las piezas más discretas, por las obras planteadas en tono menor”14. Películas de lo discreto y el registro menor como Whisky se atreven a ver y dramatizar aquello que más tiene de anodino y no-dramático la realidad humana: los tiempos bajos, los mundos privados carentes de excepcionalidad. Y para representarlos, impugnan preceptos narrativos y reivindican otra forma de contar; no dudan en poner frente a la cámara banalidades carentes de valor dramático, refuncionalizando así aquello que había quedado al amparo de la elipsis del guión efectista, de la puesta en escena funcional-naturalista o de las pragmáticas tijeras del editor. El filme escenifica acciones y momentos sin importancia, y llega al colmo de introducir en la ficción acontecimientos azarosos y flotantes —como una llamada telefónica equivocada, muy en la línea de la estética postulada por Raúl Ruiz—. De estas escenas no-motivadas o desconectadas no se sigue nada, y acaso constituyen una manera de figurar otro tipo de “efecto de realidad” merced a los actos gratuitos, ciertos desvíos de la mirada o las instantáneas distracciones con que la realidad a veces se nos impone y nos saca del curso normal de nuestras acciones vitales, y que no conllevan ninguna consecuencia justamente por azarosos, absurdos o insignificantes. Es lo que Raúl Ruiz llama un “incidente incomprensible”, pero que es parte de la vida y ahora el cine trata de devolverles su valor. Según Gonzalo Aguilar, otro rasgo del Nuevo Cine argentino a nivel temático es una suerte de indeterminación o ambigüedad, puesto que los asuntos mínimos que desarrollan estas películas parten de anécdotas abiertas a la libre interpretación y no conllevan moraleja15. ¿Cuál es el tema de La libertad [Lisandro Alonso, 2001], Silvia Prieto [Martín Rejtman, 1999], La niña santa [Lucrecia Martel, 2004]? se pregunta Aguilar; la pregunta y sus dubitativas respuestas se pueden trasladar a Whisky: ¿es una historia de amor en la vejez o el drama de dos solitarios unidos por un amor latente o que ocurre a sus espaldas? ¿O es la rivalidad entre dos hermanos? ¿Una puesta en imágenes de la soledad, de la frustración como consecuencia de la avaricia, o una mezcla de todo esto y más? Esta indeterminación surge justamente de la ambigüedad de las situaciones y la persistente ocultación, bajo la superficie narrativa desacontecida o en el fuera de campo, del acontecimiento grave: ¿Jacobo ama calladamente a Marta o termina por creerse la farsa matrimonial y por ello, asume “derechos de marido”, que luego son burlados? ¿Y Marta, decepcionada por un amor jamás correspondido, se deja seducir por la jovialidad y humor de Herman? En fin, las preguntas se pueden multiplicar, porque el argumento de un viejo patrón y su madura empleada, que reciben la visita del hermano del patrón y por ese motivo fingen estar casados, deja abiertas varias posibilidades de lectura. El filme tiene una estructura iliádica y se desarrolla con la linealidad-continuidad de un relato. Hay tres secciones bastante definidas: la primera que describe la rutinaria cotidianidad, con no pocos informes sobre la ruina de Jacobo, el viejo amargado y avaro propietario de una ruinosa fábrica de calcetines; y de Marta, su empleada. Jacobo y Marta se preparan, impostando un matrimonio, para la llegada de Herman, el hermano menor de Jacobo, a propósito de la matzeiva (o colocación de la lápida) en la tumba de la madre de los dos. La segunda parte va desde la llegada de Herman hasta el viaje al balneario uruguayo de Piriápolis y los eventos nimios y graves que suceden mientras conviven los tres. La aventura en Piriápolis y el regreso a casa constituyen el tercer acto. Hasta aquí, todo muy aristotélico, y en la breve sección final ocurre el pago de honorarios a Marta y el regreso de Jacobo a su ruina y rutina fabril. Whisky comienza con los planos de establecimiento que describen y sitúan la vida repetitiva e institucional de Jacobo y Marta. Y en ellos pasa lo de todos los días a un ritmo lento, propio de la atmósfera ruinosa y la frialdad afectiva de una fábrica, y de la relación patrono-empleados. El filme no hace más que refrendar esa repetición pero añadiendo cierto estado de coagulación vital: abrir la puerta, encender las máquinas, vestir el mandil, el té de todos los días y una persiana siempre averiada. Pocas palabras y expresiones de seriedad o fatiga. La atmósfera es de escombros materiales y espirituales; cenagosa, diríamos, para homenajear a Lucrecia Martel. Pero el golpe del azar, el suceso desencadenante que va a cambiar ese flujo sombrío no es un acontecimiento traumático a la manera clásica de “la llegada del intruso”, sino su variante no-dramática, paródica: el arribo del hermano menor del protagonista, hecho que ocurre sin explosión emocional, sino con frialdad, como si fuera algo de todos los días. La pareja patrón-empleada vienen de poner en marcha su impostado matrimonio, el cual, no obstante su carácter de gravedad, ha transcurrido sin aspavientos dentro del asordinado tono dramático que apuntala la película. Las consecuencias de la matzeiva y la llegada del hermano se agotan antes de media película; y entonces asoma otro motor que empuja el drama: las culpas de Herman por no haberse ocupado de la madre enferma ni haber asistido al entierro, que sumados a su entusiasmo por el encuentro con la pareja le impulsan a proponer un viaje, que es aceptado con reticencia por Jacobo pero con alegría por Marta. Se instala así el triángulo ¿amoroso? La línea continua y baja se mantiene. No vemos el viaje, sino el cambio a otro escenario. El sentido iliádico, de encierro, se mantiene. Pero la actitud de Jacobo, su parquedad, ya anuncia que algo muy negativo late en su interior. Si ya la puesta en marcha del falso matrimonio marca una leve intensidad, la tensión avanza a una suerte de clímax o su simulacro cuando Marta y Herman, en el curso del viaje, se sienten atraídos y terminan aparentemente en la cama —hecho que ocurre fuera de campo—; y otro momento excepcional climático es la venganza simbólica de Jacobo, en el momento en que apuesta a un solo número la cantidad “considerable” de dinero que recibe de su hermano a regañadientes, momento que puede ser asumido como simulacro de lance patético o su correlato desdramatizado e irónico, porque el resultado es inverso al esperado: no pierde, sino que gana. En términos del dato oculto revelado —como dice Piglia, un “relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”16— es posible que la escena de la apuesta de Jacobo sea algo más que una manifestación de celos y a estos se sumen el odio y la envidia en tanto hermano pobre, hasta ahora sugeridos pero no delatados. ¿Se puede asumir como revelación el enterarnos de que Jacobo y Marta están enamorados, o de que aún sin saberlo ellos, la impostación matrimonial es finalmente la realización de un deseo siempre postergado? El neorrealismo cotidiano lleva a tales extremos la posibilidad de libre interpretación, justamente porque los acontecimientos se congelan, no maduran, se los elude o se los pone en sordina. Las escenas no se clausuran por efectos de la elipsis narrativa o visual —fuera de campo—, de tal forma que la no clausura o falta de transparencia se plantean como un reto al espectador. La ambigüedad o la simulación propositiva terminan por afectar a cualquier indicio de previsibilidad. No sabemos a dónde va el relato. Marta y Jacobo trabajan mucho tiempo juntos, pero salvo las atenciones de Marta, nada sugiere que algo pasa entre los dos más allá de su relación patrono-empleada; una empleada que cumple por momentos ciertos roles de control, de defensa de los intereses patronales. Ninguna escena muestra miradas o gestos que anticipen un amor latente. Al contrario, en este ambiente y relación todo es parquedad y rutina, servilismo y callada amargura. O todo pasa tan en los adentros de cada personaje que sus gestos no llegan a expresarlos. Evidentemente que aquí hay una planificada distancia entre el discurrir interno y el discurrir externo, que son explotados dramáticamente: lo interno como la otra historia, el dato escondido que se revela al final. En este sentido, Whisky es un filme de superficies que muestra el iceberg y oculta lo que hay bajo el andamiaje cotidiano. Si en La ciénaga lo grave, la catástrofe pesa desde el pasado y se siente en el ambiente como un ectoplasma que lo corroe todo, en este filme lo grave ejerce presión desde adentro: la escena de la pérdida del anillo, símbolo del falso matrimonio, en el fondo de la piscina es reveladora. Sobre las transformaciones, de Herman no sabremos mucho porque entra y sale de escena sin mayores rasguños, dada su situación de visitante. Al final del relato, y no obstante lo que le ocurre a Jacobo, su regreso a la rutina fabril revela que no le pasó nada. Tras su breve lapso de infelicidad vivida por los celos, el desprecio hacia su hermano y la apuesta desmesurada, su oscura vida se reinstaura. Es el personaje que contraviene la vieja regla del cambio del estado del personaje luego de la peripecia: descendió al infierno pero ahora lo trae adentro, como si nada. Pero es Marta, profundamente afectada por las vivencias a trío y la rusticidad de la conducta de Jacobo —que llega al colmo de la torpeza con el intento de pago de honorarios por la impostación matrimonial— la que se va: ella cambia de vida. Otros mundos que contar y filmar condicionan otras formas de guionizar y relatar. Y Whisky, como otras películas del Novísimo Cine, rescata los fragmentos que se le olvidaron al gran drama. La apertura de la puerta, el servicio del té, la fumada de medio cigarrillo o la habilidad de Marta para deletrear hacia atrás las palabras, son hechos que tienen todo el perfil de no-acontecimientos, al igual que los intentos de Jacobo por reparar la persiana, el colgante a punto de caer, o más aún, ese auto que siempre falla al momento del encendido. Los planos de las máquinas funcionando, la lámpara dañada del cafetín, el saludo no correspondido al joven de la esquina y los repetidos telefonazos de número equivocado aportan al filme un fuerte contenido documental pero menor, de un concretismo en las acciones que es coherente con el ambiente realista que le aportan las locaciones naturales. La repetición de esas acciones ínfimas —que se las reitera hasta tres veces—, sobre todo en la primera parte, además de describir y caracterizar, le sirven al filme para puntuar el ritmo lento de la vida fabril casi en ruinas y del desgaste emocional de los personajes. El discurso alegórico del Novísimo Cine está, de alguna forma, atemperado o bajado de tono. No es que haya desaparecido, está allí, también en sordina, dicho entre líneas, en el fondo del plano. Whisky tiene la habilidad de sugerir una lectura crítico-política oblicua a través de breves rasgos sociológicos que marcan a sus personajes, pero que son minoritarios frente a los psicológicos: los rasgos sociológicos funcionan por insinuación, nunca por el subrayado. La fábrica al borde de la quiebra y el perfil triunfalista del hermano menor que regresa de visita son las dos claves que remiten a un país. Herman y Jacobo, hijos de inmigrantes judíos, remiten al uruguayo resignado que se queda, así como al que decide irse, se abre paso en otro lugar y regresa para compartir sus dádivas. ¿Y esto no califica a Whisky como una alegoría no solo de su país de origen sino de todo un subcontinente? Sí, pero parcialmente y subyugado al peso específico de los significados individuales retratados. [...] Para representar la tradición del pathos, el cine clásico apeló a la normativa del guión neoaristotélico. Para representar el mismo pathos, el cine moderno occidental renegó de la preceptiva del guión neoaristotélico y potenció el pathos formal. El cine moderno latinoamericano de los sesenta y los setenta, para representar el pathos ideológico e identitario, se sumó a los rechazos de las normas del guión clásico y descartó la imagen espectacular. El realismo trágico de los noventa, para dramatizar el pathos miserabilista de la violencia y la marginalidad, se amoldó al formulismo clásico y las constricciones genéricas. El Neorrealismo Cotidiano se distancia de esas versiones de la gravedad y la profundidad occidental y continental. Y, en la estela del impulso posmoderno desacralizador, opta por una mirada de superficies, tratando de componer desde allí, lejos de esencialismos y absolutismos —y sus sospechosas demagogias— una mirada que da cuenta ya no de las grandes pasiones y conceptos, sino de su ausencia o decadencia. Y esto ocurre por dos razones: primero, por un escepticismo y fatiga de cara a lo mayor como paradigma del drama humano y una sospecha frente al aura trascendentalista de las grandes palabras e imágenes17; y segundo, por una renovada fe en lo inmanente, lo efímero y menor, en aquello que había sido desacreditado por las tradiciones dramáticas patético-trágico-graves. Los héroes menores y lo cotidiano son las piezas que se le cayeron a la historiografía y a la dramática occidental. Y la posmodernidad las ha restituido18. Notas 1. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1980). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. 2. Harvey, David (1998). La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. 3. De Certeau, Michel (1996). La invención de lo cotidiano I. Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana. 4. Monsiváis, Carlos (1994). “Gabriel Figueroa: las profecías de la mirada”. Prólogo a Gabriel Figueroa: La mirada al centro. México: Miguel Ángel Porrúa Grupo Editorial. 5. García Borrero, Juan Antonio (2004). “Arquitecturas invisibles. Diez notas sobre el imaginario fílmico en Cuba y Latinoamérica”. En El ojo que piensa. Internet. www.elojoquepiensa.com. Acceso: 6 septiembre 2007. 6. Sanjinés, Jorge (2002). Neorrealismo y nuevo cine latinoamericano: la herencia, las coincidencias y las diferencias. Internet. www.elojoquepiensa.udg.mx/español/número01/veryana07. Acceso: 6 marzo 2008. 7. Sobre las filiaciones del Nuevo Cine latinoamericano y el Neorrealismo italiano, véase el interesante artículo de Jorge Ruffinelli: “Un camino hacia la verdad” (http://goo.gl/CG8xRA). 8. Serrano, Jorge Luis (2001). El nacimiento de una noción. Apuntes sobre el cine ecuatoriano. Ecuador: Acuario. 9. León, Christian (2005). El cine de la marginalidad. Realismo sucio y violencia urbana. 10. León, Christian (2007). Transculturación y realismo sucio. Internet. (http://goo.gl/1W1Iso) 11. El evento dramático que desencadena el empantanamiento de la familia en La ciénaga ocurre años antes: El padre engaña a la esposa con su mejor amiga. La esposa cae en un pozo existencial, casi llega a la postración, y toda la familia ha perdido el alma. Para más pathos: la antigua amante del padre es ahora la amante del hijo. 12. Citado por Gilles Deleuze en La imagen-tiempo. Completando la idea de Antonioni, con nota al pie de página, Deleuze cita la formulación de Leprohon: “El relato solo puede leerse en filigrana, a través de imágenes que son consecuencias y no acto” (2007). 13. Citado por Gonzalo Aguilar en Otros mundos (2006). 14. Quintana, Ángel (2008). “La ciudad espectral y sus fantasmas”. Algunos paseos por la ciudad de Sylvia. Un cuaderno de notas. Argentina, 10º BAFICI. 15. Aguilar, Gonzalo (2006). Otros mundos. Ensayo sobre el nuevo cine argentino. Buenos Aires: Santiago Arcos, editor, Biblioteca Km 111. 16. Piglia, Ricardo (2000). Formas breves. Argentina: Anagrama. 17. Borges ya se hacía eco de tales sospechas, con un escepticismo que le inducía a estimar las ideas filosóficas y religiosas por su valor estético y por lo que contienen de singular y maravilloso. En su libro Otras inquisiciones (1952), decía: “Estas disciplinas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la desesperación y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales”. 18. Una de las formulaciones contemporáneas más ilustrativas de la tradición del pathos aristotélico y hegeliano es la cita de Piotr Rawics que Cortázar consigna, no sin ironía, como epígrafe en su ensayo Del cuento breve y sus alrededores (1974): “León L. afirmaba que había una sola cosa más espantosa que el Espanto. Dios ha creado la muerte. Ha creado la vida. Que así sea, declamaba L. L. Pero no digan que es Él el que ha creado igualmente la ‘jornada normal’, la ‘vida de todos los días’. Grande es mi impiedad. Pero ante esta calumnia, ante esta blasfemia, ella retrocede”.