Hay pocas cosas más inútiles que explicar un chiste. Una de ellas, probablemente, es buscar precisiones sobre los impulsos que rigen el humor y la risa. «Los más grandes pensadores, a partir de Aristóteles, han estudiado este sutil problema. Todos lo han visto sustraerse a su esfuerzo», escribió el francés Henri Bergson en uno de los más conocidos ensayos sobre el tema. Y dado que no somos grandes pensadores no persistiremos en el intento, que por lo demás suele resultar muy poco gracioso. Sucede que analizar la comicidad casi nunca habilita a ejercerla con un mínimo de eficacia. Implica «ponerse serio» y comenzar perdiendo un combate desigual. Los filósofos, según apunta Bergson, parecen haber tenido mejor suerte con el sentido de la vida que con el sentido del humor. Mientras que las afables jerarquías católicas, que durante siglos consideraron que «entre todas las formas malignas de expresión, la risa es la peor» (Regula Magistri, siglo VI), vieron esfumarse entre carcajadas socarronas sus intentos persecutorios o represivos. A los humoristas y cómicos, en tanto, jamás les importó demasiado teorizar sobre su actividad: se saben graciosos y ya, como quien nace con las orejas grandes o el cabello oscuro. Escurridizo, ambiguo, políticamente incorrecto e impredecible —¿podría causar gracia aquel chiste que no cumpliese al menos con uno de estos requisitos?—, el humor se las compuso para atravesar la historia y las geografías eludiendo múltiples rótulos, menosprecios y cuestionamientos. Fue, según el caso, físico, político, escatológico, irónico, ácido, absurdo, negro, colorado o verde. Incluso llegaron a considerarlo «terapéutico» o «postraumático», porque contribuye a la liberación de hormonas que producen placer. Y su gran triunfo fue que se lo asociara —por fin— con la inteligencia, aunque la relación no siempre sea de doble vía. Pero lo más atractivo de todo es que, incluso ante situaciones idénticas, muchos de nosotros nos reímos de matices diferentes. Las realidades, los lenguajes y los hechos pueden distorsionarse hasta el infinito, pero la risa todavía nos permite establecer curiosos códigos de complicidad por encima de las interferencias: «El humor nunca ocurre en soledad; es un fenómeno de auténtica comunicación», sostuvo la narradora y periodista mexicana Hortensia Moreno, en un artículo para la revista Leer y Leer. Una opinión respaldada en parte por las estadísticas, según las cuales los humanos somos treinta veces más propensos a reír si estamos acompañados. Apoyado sobre esa base social, el humor se torna cultura y ayuda a definirnos como personas y como pueblos. Este es un rasgo que en América Latina ha tenido varios exponentes de gran relevancia, entre los cuales seleccionamos los cinco perfiles —cuatro hombres y una mujer— que darán vida a esta serie. Pero la intención no es desensamblar los engranajes de su quehacer, ni castigarlo con un subtitulado tan innecesario como aburrido, sino apenas para asomarnos un poco más al proceso de origen y desarrollo de sus respectivos estilos, a la forma en que pintaron su aldea cómica incluyéndonos en el retrato: al delinear personajes y libretos que afianzaron los modos de su tierra y su gente, nos enseñaron a conocernos mejor. Y solo quien se conoce en profundidad puede reírse de sí mismo, contagiando además a los vecinos. Porque estos artistas también fueron, a su modo y posibilidades, universales. La mitad de nuestro recorrido coincide con la Mitad del Mundo. Justo aquí, donde la «sal quiteña» encontró a su exponente paradigmático en un hombre nacido en Ambato: Ernesto Albán Mosquera, que de niño jugaba a ser cantante, que llegó a profesor de oboe, pero que se consagró como actor cómico porque el humor no perdona ni entiende razones. O quizás porque Don Evaristo Corral y Chancleta necesitaba un cuerpo y una voz que fuesen suyos, para saltar del papel al teatro y de allí al inconsciente colectivo: «Don Evaristo subió a los escenarios más prestigiosos y a los más humildes. Compartió con los más encopetados y especialmente con los más humildes y en todos dejó la huella entrañable de sus mensajes», sostuvo Ernesto Albán Gómez, uno de los hijos del actor. El humor como defensa Huérfano de padre y madre en la primera infancia, criado con esfuerzo por una tía afectuosa pero bastante severa, dueño de una figura muy menuda —por la cual recibió, cuando niño y para siempre, el sobrenombre de ‘Omoto’—, Albán encontró en el humor un recurso de defensa contra ciertas inclemencias de la vida. Quienes lo conocieron en aquellos años solían recordarlo como una especie de duende juguetón y algo travieso. Y él mismo supo definirse como «un niño alegre», capaz de encontrar «la parte risueña» de cada dificultad que le tocó afrontar. Uno de esos obstáculos fue el momentáneo traslado familiar de Ambato hacia Quito, que le ayudó a descubrir la capacidad mimética del actor que lo habitaba sin saberlo. Para evitar las típicas burlas que sufren los forasteros, muy pronto cambió su acento natal por el quiteño, sin renegar jamás de su origen: a menudo aludía humorísticamente a su condición de «guaitambito». Su juego favorito de entonces, aún antes de haber visitado una sala, era improvisar obras de teatro con sus primos y amigos. Sin embargo, por su voz clara y afinada, para los actos escolares casi siempre lo seleccionaban como cantante. Poco después, ya adolescente, lo ayudaron a obtener de la Municipalidad de Ambato una beca remunerada para estudiar oboe en el Conservatorio Nacional de Música en Quito. Pero aprovechó para cursar también tres años de arte dramático bajo la atenta guía e influencia de Alfredo León Donoso: «Yo le observaba recitando o imitando y decidí que ese sería mi camino», evocó Albán en alguna oportunidad, según consigna María Eugenia Paz y Miño en su biografía del actor. El futuro Don Evaristo debutó en teatro en 1931, un año antes de graduarse de profesor de oboe. La señal era clara, pero las dudas también: «Tu carrera está en la música», le auguró en cambio el director de la Orquesta Sinfónica, Sixto María Durán, tan decidida como equivocadamente. Puesto a elegir, Albán prefería el pasillo a las sonatas, Charles Chaplin a Mozart, cantar a dúo con Carlota Jaramillo y, sobre todas las cosas, actuar para vivir. O mejor viceversa. Veloz ascenso De los roles secundarios en célebres compañías de la época —como las de Marco Barahona y Telmo Vásconez—, a primer actor y titular de su propia agrupación, en poco más de un lustro Albán subió todos los peldaños de la escalera teatral ecuatoriana. Eso incluye sus habituales performances como cantante y una consagración inicial en el papel de «galán cómico». A mediados de la década siguiente ya se había ganado el rótulo de «Primer Actor Nacional»: «Ernesto Albán es un muchacho extraordinario como actor cómico, especialmente en su rol de humorista del folclor interandino», lo había definido poco antes el escritor Rodrigo Chávez González (Rodrigo de Triana) en su columna de diario El Universo. Pero más allá de ingredientes imprescindibles como el talento y la formación, su veloz ascenso tuvo mucho que ver con la sensibilidad y la astucia para captar las preferencias del público y responder a ellas. Así tomó la decisión de priorizar las obras o cuadros humorísticos —antes «condenados» al segmento final de Variedades— por sobre los dramáticos, en sociedad con su esposa y su cuñada, las actrices Isabel y Olimpia Gómez: «(…) sin auxilio ni patrocinio oficial, difícilmente puede subsistirse; de allí que nos hemos ceñido a las escenas de costumbrismo, a lo pintoresco, a lo que atrae público que paga», reconoció por entonces en un artículo del diario El Comercio. Sin espejos humorísticos locales en los cuales reflejarse, en la compañía que fundó, Albán y sus guionistas trasladaron al escenario mucho del humor que circulaba por las calles quiteñas, convenientemente reelaborado. Incluso en medio de una representación, siempre atento a las expresiones o exigencias de los espectadores, el actor podía saltar sin complejos ese muro intangible del teatro, la «cuarta pared», para dialogar o bromear con ellos. Las bromas resultantes, en algunos casos, pasaban a formar parte de los libretos posteriores. Claro que, por debajo de esa cáscara jocosa, a menudo bullían unas cuantas de las taras sociales y raciales que aquejaban al Ecuador. Al respecto, el dramaturgo e investigador quiteño Patricio Vallejo Aristizábal ha escrito: El teatro de Ernesto Albán muestra el rostro de una sociedad que no podía verse, a la que le señalaron otros referentes y que se desconocía a sí misma, hace visible la tensión del personaje que es y no es, el que requiere hundir sus pasos en las huellas de tradiciones profundas para reconocerse como portador de una lucha interior, la del mestizo que irrumpe con su propia voz. Don Evaristo Otra parte de su éxito personal fue el surgimiento casi simultáneo de las Estampas Quiteñas, luego extendidas a personajes y escenarios de todo el país. A este género subsidiario del sainete, y a la pluma de Alfonso García Muñoz, se debe la aparición de Don Evaristo: a diferencia de los otros cómicos que integran esta serie de perfiles, Albán no creó a su personaje insignia, pero se lo apropió de tal forma que es imposible imaginarle otro rostro o un modo de hablar diferente. «Ernesto Albán y Evaristo se fundieron tanto, que al verlos, a uno en traje civil y al otro en ‘de campaña’, uno no sabía cuál de los dos era», fue el modo que halló Efraín Villacís de resumir aquella conjunción. Visión esperpéntica del típico Chulla Quiteño, Evaristo provoca la risa por complicidad y picardía intencionadas, pero su aspecto y su conducta funcionan asimismo —o sobre todo— como crítica de ese personaje tradicional. Sus ropas gastadas, de pasado elegante, muestran lo que oculta la distinción fingida del chulla. Y sus expresiones callejeras contrastan con el refinamiento embaucador de su contrafigura. Incluso, mientras a este no se le conoce oficio u ocupación rentada, aquel no esconde su modesta condición de empleado público y «miloficios»: justamente, de ella se disparan muchas de las situaciones humorísticas en que se ve envuelto, resueltas a pura labia y viveza criolla. Frente a todos los aspectos cuestionables de la sociedad ecuatoriana, Evaristo fijó su posición irónica y cuestionadora. En especial contra aquellos que implicaban simulación, injusticias o desviaciones como el racismo, el elitismo cultural, la corrupción política y el despotismo: «Se suprime el Ministerio de Educación. ¿Para qué quiere la gente aprender a leer si no va a haber periódicos?», se despacha en Evaristo dictador, a través de los micrófonos de una ficticia Radio Nacional ‘La voz del amo’. Que en su caso bien podría considerarse ‘la voz de la conciencia’ colectiva. En la estampa Ecuador, país de turismo, mientras tanto, el «gringo» Mr. Yunay quiere saber si hay muchos indios en el país. La inmediata respuesta de Don Evaristo no deja dudas hacia fuera ni hacia dentro, sin importarle el disgusto de quienes no deseen reconocerse en ella: «Eso no hay ni cómo negarlo, todititos somos indios… Unos más blanquitos, otros más negritos, pero indios», responde, luego de definir a los indígenas como esas personas que «por el azar del destino, vinieron al mundo con poncho». Pero a pesar de la innegable atracción que generaba el primer actor en las estampas, dos de los grandes secretos del formato eran el diálogo y la interacción entre los distintos personajes participantes. Tanto los más constantes —Jesusa, Marlene y Stalin, esposa e hijos de Evaristo; o Zarzosa, su eterno amigo y compañero de trabajo— como los que aparecían circunstancialmente, daban los pies o los remates necesarios para causar el efecto humorístico. A punto tal que, cuando quiso imaginar a Evaristo en un espectáculo unipersonal, Albán demoró muy poco en ver la inconveniencia de esa decisión. Fenómenos enlazados La exitosa apuesta por aquel formato teatral y sus reconocibles caracteres generó en la carrera de Ernesto Albán varios fenómenos enlazados, aunque no todos positivos. El primero fue el despertar de su irresistible popularidad en todo el Ecuador, sobre todo entre las clases medias y bajas, desde la segunda mitad de los años treinta hasta su muerte en 1984. Halago que también disfrutó en varios países latinoamericanos, en los que actuó reiteradamente durante sus periódicas giras teatrales. Y que pudo ser más estruendoso si la TV y el cine ecuatorianos de su época hubiesen tenido un desarrollo mayor. No obstante también recibió duras críticas, en especial por parte de algunos exponentes del llamado «teatro serio» y de ciertas élites que siempre ven con desconfianza aquello que goza del fervor popular; más aún si convoca a la risa. Muchos años después, rendidos ante la evidencia de su aporte a la cultura nacional, desde los mismos sectores comenzaron a llegarle unos inquietantes reconocimientos, crípticos, escritos «en difícil» como para que no se notara demasiado el examen de conciencia. O como para que Don Evaristo les soltara su habitual «a ver, guambritos», con cara de intriga e ironía al mismo tiempo: «Curioso, ahora se me elogia por mantener el teatro costumbrista, la estampa quiteña que había sido precisamente el objeto de los reproches. Yo agradezco, desde luego, sobre todo porque esos elogios confirman que no estuve descaminado», le confesó por esos días al periodista Rodolfo Jarrín Aguirre. Pero el peor de los efectos causados por su cáustica comicidad político-social —potenciada desde fines de los años cuarenta, cuando las estampas abandonaron parcialmente su original costumbrismo— tuvo el rostro de la represión: persecuciones, negativas de salas, detenciones y hasta sesiones de tortura de las que jamás habló demasiado ni buscó victimizarse. El gobernante que menos entendió sus chistes fue José María Velasco Ibarra, aunque también tuvo problemas durante la gestión de Camilo Ponce Enríquez. «Lo que pasa es que soy rebelde y digo la verdad. ¡Alguien tiene que decirla! ¿No? Y si los que mandan han perdido el buen humor, peor para ellos, cholito…, dirasles nomás que lo conserven», ironizó cierta vez. «Una de sus estampas era más peligrosa para los gobernantes que un juicio político en la Legislatura», escribió tiempo atrás el historiador y catedrático Enrique Ayala Mora, quien en ese mismo texto definió a Albán como un «‘payaso’ a quien todos tomaban en serio». Un premio acaso paradójico para quien buscaba la carcajada del prójimo, pero activó su inteligencia en el camino. Aunque a veces parezca que el humor no entiende razones. De izquierda a derecha: Lucho Patiño, Ernesto Albán y Pepe Quevedo junto a un funcionario de Contraloría apellido Falconí.