Hace poco, Random House publicó una reedición de la obra El libro flotante de Leonardo Valencia, escritor ecuatoriano que ha publicado novelas como El desterrado (2000) y Kazbek (2008), o de ensayos como El síndrome de Falcón (2008) o Soles de Mussfeldt. Viaje al círculo de fuego (2014). El escritor conversa ahora sobre cómo observa a la novela ecuatoriana del siglo XXI, la forma en que la demanda del mercado influye en la publicación actual de nuevos libros, sobre su necesidad de releer sus obras y lo difícil que le resulta deshacerse de sus manuscritos. ¿Cómo observas a la novela ecuatoriana del siglo XXI? Creo que se han abierto varios caminos. Hay una decena de escritores que están trabajando con fines completamente distintos y abriéndose a nuevas posibilidades. Quizás un fenómeno interesante para señalar es que muchos de los autores —incluido yo— en Ecuador, estamos publicando con sellos extranjeros que tienen sedes en el país. Esto de alguna manera está marcando un momento distinto en la publicación de libros, a pesar de los problemas constantes que se tienen en algunos sellos, por ejemplo: circular solo en el país y no fuera de él. Pero en general, creo que hay un momento bastante interesante en la novela, donde varios autores manejan distintos registros. ¿Qué te dicen los registros, los lenguajes, las temáticas, las estéticas de estos autores que dices que publican en sellos nacionales y extranjeros? Hay una variedad de registros, un espectro bastante amplio de autores que están jugando con metaliteratura, literatura realista, literatura fantástica, cuento, novela, etc. Y lo que sí observo son autores que apuestan al hecho de entender que la novela tiene una autonomía en sí misma, y que por lo tanto, puede trascender más allá de las coordenadas de una ciudad. Como novelista, ¿qué tipo de literatura te atrae más: la narrativa realista, de ficción, contemporánea? Te cito tres casos que en mi modo de ver representan lo que te estoy diciendo: Las segundas criaturas de Diego Cornejo, Memorias de Andrés Chiliquinga de Carlos Arcos y Hotel Bartleby de Luis Alberto Bravo. Son tres libros que dialogan con distintas temáticas. En Las segundas criaturas se observa una idea ficcional de Marcelo Chiriboga, una representación literaria de lo que supuestamente es un escritor ecuatoriano bajo el punto de vista de [José] Donoso y de Carlos Fuentes. En el caso de Memorias de Andrés Chiliquinga, se muestra una situación contemporánea de personajes que representan al mismo grupo que participó en el Huasipungo real. Y en el caso de Hotel Bartleby, de Luis Alberto Bravo..., pues te das cuenta de que hay un libro que ya rompe el esquema de la novela y que apuesta por una tradición, que es la tradición de la novela-ensayo. Esto es, más o menos, para darte un panorama sobre tres autores de distintas generaciones, de distintas líneas y en que cada uno dispara por un sitio distinto pero haciendo un trabajo muy interesante y sólido. Se observa en la novelística en general que hay una inclinación muy fuerte hacia la novela realista. Esa corriente se ha convertido en un instrumento para atraer al lector. Eso nos dice que, en algunos casos, los escritores están plegándose a una demanda del mercado, de un lector que quiere cosas más duras, más crudas, más reales... Es que aquí hay dos distinciones: una cosa es la moda editorial, que puede ir en la línea de lo que mencionas; y otra cosa es una línea más compleja. En la tradición de la novela son muy importantes las transiciones. Siempre se produjeron cuando hubo un deseo de bajar un pie de la fantasía a la realidad y generar una cosa nueva. Este proceso siempre se está dando en la novela: se pasa de una novela ideal-fantástica a una novela hiperrealista. Es como un vaivén innato a la historia de la novela. Sí es cierto que hay una voracidad por el realismo, pero creo que eso sucede cuando un novelista cede el terreno, no trabaja en el núcleo de la novela y pierde todas las posibilidades de esa fantasía, que es exclusivamente el territorio de la novela. En realidad hay tres figuras bastante demoledoras con el tema de la novela, porque median con ella. Una es el tema editorial; otra, el tema de la religión; y está también el tema del poder y de la política. Es decir, cuando se centra en uno de esos aspectos, la novela se desmorona..., pierde nuevamente su riqueza: hay autores que están condicionados por principios religiosos o autores que quieren lograr una finalidad política con una novela y terminan haciendo novelas maniqueas. De igual manera, los autores que están pensando exclusivamente en la tendencia de moda o en vender, probablemente venderán, pero también están matando esas posibilidades que tiene la novela. ¿Crees que se están gestando escritores universales, más globalizados, insertos en un mundo interconectado y con una mayor capacidad de tener información? Antes del internet, el joven escritor o lector tenía que buscar la información, tenía que buscar los libros. Ahora todo llega de manera masiva y los contactos son mucho más ágiles. Sinceramente no sé a dónde se está dirigiendo esto porque hoy ya inevitablemente nos conectamos en internet. Los jóvenes lectores, los jóvenes escritores, tienen una dinámica global, realmente acelerada. Es verdad que corremos un riesgo de una llamada “globalización demasiada frívola” donde realmente no se cala hondo, y eso es preocupante; pero así se van produciendo las mezclas. Nosotros no podemos controlar la realidad. Ahora, hay cuestiones que se dirigen de manera muy potente. Un ejemplo es el tema de la literatura juvenil. A mí me resulta un poco inquietante porque están generando un estándar de lectura internacional. Es un submundo editorial, realmente sorprendente. Admito que no lo conozco, pero por lo que veo, son chicos que están leyendo literatura. Sin embargo, lo que más me sorprende es la uniformidad del lenguaje. Eso me inquieta como escritor: ¿Qué puede representar? ¿Qué va a pasar el día de mañana que ese joven lector llegue a una obra donde la sintaxis sea más compleja, la adjetivación más variada, el léxico mucho más diverso? Entonces, claro, resistirá o no resistirá. En el caso de tu novela El libro flotante, ¿cómo ha sido la recepción por parte de tus lectores? Para mí ha sido un placer. El contacto con los lectores es siempre muy interesante, y ahora particularmente es agradable por la nueva edición que publica Random House, en el sentido de que es una edición de bolsillo. Cuando mis libros han pasado al formato de bolsillo, la verdad es que han ganado nuevos lectores. Es como que el libro de bolsillo se acerca mucho más y hace que se pueda tener un contacto mayor con el público. La experiencia ha sido muy curiosa, si puedo decir algo sobre la recepción del libro, hablaría de dos escenarios: la recepción fuera de Ecuador y la recepción dentro de Ecuador, porque este libro cuando se publicó por primera vez se emitió en dos ediciones simultáneas: una en España y otra en Ecuador. Y quizás mi expectativa ahora con esta nueva edición es que el lector, una vez que ya sepa de qué trata la historia y dónde está ubicada, se acerque a la novela desde otro punto de vista, desde otro tipo de problemas o inquietudes que plantea el libro. El libro flotante es una novela que si tú, en principio, lees únicamente desde lo fantástico, desde la destrucción de Guayaquil bajo una inundación y donde no hay sobrevivientes, obviamente no vas a encontrar elementos de realidad porque Guayaquil no se ha inundado de esa manera. Es un elemento fantástico. Pero la novela lleva implícita una serie de consideraciones que retratan el espectro de una época, de una situación, incluso política. La historia de El libro flotante explica de una manera muy indirecta el tema de lo que implica migrar. En el fondo, mi novela surgió cuando yo estaba en Barcelona y veía las oleadas de inmigrantes que llegaban allá. Parecía como si hubiera ocurrido una catástrofe, y hubo una catástrofe acá en Ecuador a fines del siglo XX. Pero claro, yo como novelista tengo la libertad de imaginar otra historia completamente distinta pero que esté inspirada en esa emoción particular que percibí y que de alguna manera retrata esa época en el país. Cada persona que se acerca al libro tiene su propia lectura. El libro flotante nos permite vivir la destrucción de una ciudad… En el origen de la novela está una experiencia muy personal mía que se retrotrae a la época en la que yo vivía en Guayaquil. Mi casa daba al Estero Salado y siempre nos tocaba vivir el tema de los aguajes, cuando subía el nivel del agua, o un fenómeno de El Niño. Entonces se inundaba la casa. Recuerdo que incluso tenía pesadillas con eso. En Guayaquil, el imaginario en torno al agua es muy potente: las mareas, el río, el estero... Vivimos en medio de volcanes en erupción, todo parece que está a punto de venirse abajo y, sin embargo, sobrevivimos. En el caso de la novela, todos los personajes se tienen que refugiar en los sitios más altos que son los cerros de Guayaquil. La ciudad queda inundada bajo varios metros de agua. No es un aguaje: literalmente se inunda todo. Entonces, esa situación del desplazamiento por una cosa tan violenta, es como si nos sacara de nuestra rutina y nos pusiera a prueba. Y ese es el detonante de la novela: ¿qué pasa cuando se quiebra nuestra cotidianidad, nuestro orden diario, muy tranquilo, muy previsible y de pronto tenemos que ir por rutas distintas, comer cosas distintas, encontrarnos en un espacio distinto? Eso, de alguna manera, en el libro me permite a mí explorar el nomadismo humano, en el que te ves sometido al cambio. ¿Y cómo observas el desplazamiento en los seres humanos? Puede originarse una especie de nostalgia cuando uno lleva muchos años fuera de la ciudad en que nació. Siempre entra en contraste lo que uno recuerda y lo que se va transformando con el paso del tiempo. Lo que pasa es que el desplazamiento físico de un lugar a otro, permite o exacerba la sensación del paso del tiempo que, por lo general, la persona que vive en el mismo lugar pierde porque todo evoluciona con esta persona al mismo ritmo. Entonces, los contrastes vienen dados por esa persona foránea o esa persona que se fue y que vuelve y que sirve como punto de contraste porque por lo general no solemos ver ese paso del tiempo. Y en la novela, curiosamente, uno de los núcleos constitutivos es la creación de ese arco temporal: esa sensación de cambio de secuencias, transformaciones que median entre lo que fue y lo que es, entre lo que ocurrió y la forma en que se lo cuenta ahora. ¿Por qué la necesidad de volver sobre tu propio libro? Lo dices por el tema del cambio del título de la novela. Eso tiene una anécdota muy especial. El título (El libro flotante de Caytran Dölphin) daba un poco de dificultad a la hora de pronunciarlo y todo el mundo se refería a él simplemente como El libro flotante. Mis amigos y los lectores iban eliminando parte del título y decidí cortarlo. A mí me cuesta mucho deshacerme de los manuscritos, de los libros que escribo. Me pasaría toda la vida corrigiendo, trabajando en ellos, durmiendo con ellos. Entonces, siempre me gusta volver a mirar el libro, tratarlo. En realidad no ha habido bastantes cambios.Solo en el título y alguna pequeña errata que había en la novela, el resto sigue siendo igual. Pero creo en volver a los libros, no pasar tan rápidamente de un libro, yo me considero, más que un lector, un relector: permanentemente estoy releyendo los libros y trato de cuidar mucho mi escritura, por eso tardo tanto en publicar una novela. ¿Qué descubres en tu caso al releerte? Pues un poco de todo. Siempre tengo la sensación de que podía haberlo hecho mejor. A veces, me dan ganas de reescribirlo completo, pero curiosamente, aunque hay páginas que me gustaría reescribir, creo que es un sentimiento compartido. Hay páginas en las que me digo “¿de dónde me salió esto?”, otras en las que estoy contento, otras que no me gustan para nada. Pero curiosamente, ahora que releí El libro flotante, de lo que sí estoy contento es de la estructura, la composición, la distribución de los bloques narrativos, lo que se llama la estructura en sí misma del libro. Yo la sentía sólida y eso me gustó. Y cuando relees el libro, ¿sientes que eres el mismo que escribió entonces la novela?, ¿o qué cambió entre el Leonardo Valencia de aquella época y el que ahora lee esta nueva edición? Bueno, esa es una pregunta bastante compleja. Obviamente sí cambiamos. Una cosa que yo trabajo mucho en mis libros, y es otra de las razones por la cuales me demoro, es el uso del registro de los narradores que utilizo. Siempre es distinto. En El desterrado era un narrador omnisciente un poco ambiguo; aquí, en El libro flotante es un narrador en primera persona. En la medida en que me he ceñido a explorar a fondo ese tipo de tratamiento, pues sí, me reconozco todavía. Claro, no me reconocería si comparara El libro flotante con la novela que estoy escribiendo ahora, que es literalmente un trabajo de coro de voces donde el diálogo es probablemente lo esencial de la narración. Sí, voy reconociendo esas etapas en las que fui trabajando y a lo mejor ya no trabajaría de la misma manera ahora.