Con Diego Oquendo no hay sentimientos encontrados ni nada que se le parezca. Él hace un trabajo periodístico, y en ese terreno hay algunas diferencias del sentido de su oficio; pero, en esencia, hace lo suyo más allá y más acá de posturas ideológicas o coyunturas políticas. A veces prefiero no escuchar sus comentarios y me quedo con los de sus entrevistados. Y paso. Pero donde no somos «adversarios» es en la literatura, mucho menos en la poesía. Desde hace algunos años escucho a algunos poetas responsables (¿hay irresponsables?) hablar en voz baja de «cierta poesía oquendiana». Yo no tenía el valor de dar explicación a esas palabras o de generar una conversación en torno a la obra de Diego Oquendo. Sospechaba que se tomaría a mal una opinión «literaria» sobre un supuesto «adversario político». Prefería callar. Hasta que un día, invitado por él mismo a su programa (para refutar a un insultador de oficio, que acusa de crímenes y delitos que nunca prueba, quien jamás habrá leído la poesía de Oquendo o de otro poeta clásico o nacional) terminó la entrevista con un comentario sobre literatura, sobre mi novela y dije (me salió del alma) que la poesía de —en ese instante— mi entrevistador no había sido valorada lo suficiente, y mucho menos reconocida. Aclaré: la poesía de los primeros años de Oquendo. Él dijo que el último libro también, yo me quedé en suspenso. Tenía mis dudas. Han pasado un par de meses desde aquello. El fin de semana posterior a la entrevista volví a revisar el manuscrito de Acerca del hada y el hombre intenso, que me había enviado Oquendo el año pasado. Ya tenía el libro impreso —y en una edición de lujo— pero preferí el manuscrito. Algo parecido me ha pasado con mi amigo Javier Vásconez, quien ha tenido la gentileza de pasarme dos o tres manuscritos de sus novelas antes de mandarlas al editor, corrector o a la misma editorial. Conservo esos papeles con la leve esperanza —vanidosa por cierto— de que sus biógrafos algún día me busquen y pidan revisar el proceso de edición de las obras de estos amigos generosos. Luego de volver a ese libro, busqué otros más de «mi entrevistador». Y no voy a dudar en decir que efectivamente, lo que dije al aire, quizá en un impulso de mucha confianza y espontaneidad, era cierto: Diego Oquendo posee poesía. O mejor: es un poeta. Me explico: si posee poesía quiero decir que tiene unos poemas y unos cuadernos que vale la pena leer, repasar, pero ante todo introducirse en esa poética, en su estética y la música de fondo, porque hay un sentido de la vida, del amor, la pasión por la mirada y la observación de la realidad. Y ahora que publica En búsqueda de los cantos perdidos, una recopilación de sus poemas de entre 1961 y 1971, confirmo que esa poesía definitivamente es la que identifica al poeta Diego Oquendo. Es su materia fundacional, esa llamita germinativa y germinadora de una militancia que no termina nunca, que quizás es la de mayor compromiso y entrega, la que uno ejerce más allá de las obligaciones sociales y que si alguna pose requiere, solo puede ser la de la modestia para entender que se trata de un ejercicio absolutamente íntimo. En lo que más me identifico con él es en lo que dice uno de sus versos: «Somos devotos de la desmemoria». Y en esa frase —con la que cierra un bello poema escrito en Nueva York— se concentra la densidad de un sentimiento y unas posturas, la calidad del oficio y la responsabilidad de sus creaciones (por eso hablaba antes de poetas responsables y de los otros). Vale la pena leer este libro, no para conocer al autor o para diferenciarlo del periodista que entrevista y comenta la realidad en las mañanas frías de Quito, sino para entender de qué modo la creación poética también constituye un modo de hacer al sujeto social, la búsqueda de otras miradas sobre la realidad y el entorno y —por qué no— para constituirse en la eternidad de sí mismo y no traicionarse con el resto de sus obsesiones o pasiones. Como Oquendo, también «creo en el silencio», y solo hago este ejercicio de reseñar su poemario porque quizá tenga dudas sobre otras cosas, pero jamás sobre las merecidas palabras que debe tener un libro. Repetiré hasta el cansancio que todo sujeto social asumido como periodista, poeta y político debe diferenciar entre la verdad política, la verdad literaria y la verdad periodística. No es un ejercicio de vanidad intelectual: esas tres verdades están ahí con todas sus leyes y obligaciones. Y Oquendo las cumple, y por eso tenemos diferencias también en los tres campos.