Las emociones que se apoderan al ver a un ser amado después de muchos años son difíciles de describir con palabras. Ese momento del reencuentro, aunque dure poco, nos acompañará por el resto de la vida. Cerrar los ojos para recordar el abrazo de bienvenida nos colmará de alegría, ilusión y gratitud. Para que ese reencuentro ocurra, es necesario, primero, que haya una despedida. Muchos compatriotas comprenderán esto porque nuestro Ecuador es un país de migrantes y emigrantes que dejan atrás a sus seres queridos. De nuestra tierra han debido salir muchos compatriotas. De ellos, un grupo significativo le apostó a volver cuando comenzó a hacerse evidente que la nación pasaba por un período de prosperidad económica. De manera similar, muchos ciudadanos de otros países llegan a Ecuador año tras año y, buscando un mejor futuro, deciden quedarse aquí, entre nosotros. Una persona inmigrante es quien nace afuera. Dicho de otro modo -desde el punto de vista de un país-, un inmigrante es el individuo que llega para establecerse. Por el contrario, un emigrante es la persona que se va de su propio país para instalarse en otro. La diferencia entre la inmigración y la emigración se denomina saldo migratorio. En un reporte de 2008, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) informaba que de Ecuador habían migrado 1’571.450 personas. Según la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y el Fondo de Poblaciones de las Naciones Unidas, tan solo entre 1999 y 2007 emigraron de Ecuador un poco más de 950.000 personas. Sus destinos principales fueron España e Italia. Me quiero referir a una escena triste y emotiva que por esas épocas se producía diariamente en la cabecera sur del antiguo aeropuerto Mariscal Sucre de Quito. Habrá quien recuerde que el aeropuerto se dividía de la avenida Amazonas por una malla cuyo entramado permitía ver claramente la pista y los aviones, que se detenían por un instante antes de acelerar para despegar. En ese sitio, nuestros compatriotas se aglomeraban sobre la vereda para dar el último adiós a sus familiares sentados dentro del avión. Conociendo a los ecuatorianos, los viajeros seguramente decían adiós muchas veces, de hecho, eso ocurría en la propia terminal. A pesar de ello, la despedida no acababa sino cuando el avión aceleraba sobre la pista mientras desde la malla lo observaban ojos llenos de lágrimas. En ese lugar un buen día apareció una escultura mural. Era una gran lámina de metal sobre la que los autores, Fernando Rivera y Francisco Ramírez, plasmaron las siluetas de quienes despedían al avión sobre la pista. Había padres, madres e hijos. En la escultura estaba escrito este mensaje: ‘Lejos de ti parece que le falta luz a mis ojos y a mi cuerpo vida’. Pocas veces una vereda será más merecedora de una obra de arte. Irónicamente la escultura hace tiempo no ocupa su lugar. Las cosas han cambiado mucho desde ese entonces. Al respecto, en su último Informe a la Nación, el presidente Rafael Correa expresó que la década de su gobierno ha sido una década ganada porque las madres ya no despiden a sus hijos en los aeropuertos. Ese comentario es legítimo. Hasta un mal observador puede darse cuenta de que en las calles de la Florida o la Kennedy en Quito ahora junto a los acentos ecuatorianos coexisten voces que pronuncian palabras rápidas y ‘cortas de consonantes’. Son quienes provienen de Colombia, Cuba o Venezuela. Son las voces de personas que vienen buscando las oportunidades que Ecuador brinda. Es asombroso que, en tan poco tiempo el país se haya convertido en un destino para mejorar la calidad de vida de otros hispanoamericanos. Es claro que detrás de la mejoría de esta situación están las acciones del Gobierno. Desde la Constitución de la República de 2008 se han venido delineando las directrices para proteger a los migrantes. Por ejemplo, los ecuatorianos emigrados eligen a sus representantes en la Asamblea Nacional y tienen ciertos derechos específicos. Después de todo, en buena medida, con las remesas que se enviaban a sus familias la economía se pudo sostener en momentos difíciles. Con justa gratitud, desde varias instituciones públicas se han impulsando programas para facilitar el retorno voluntario de nuestros compatriotas. Por ejemplo, desde el Ministerio de Educación se impulsa un plan de retorno de maestros. Hay facilidades para el ingreso del menaje de casa e instrumentos de trabajo sin aranceles. Desde 2007 se han atendido cerca de 20.000 de estos trámites. Así mismo, se conceden facilidades crediticias para los emprendimientos productivos de quienes deciden regresar. Tan solo en 2015 la Corporación Nacional de Finanzas Populares y Solidarias (Conafips) gestionó créditos por unos $ 890.000 a través de instituciones financieras populares. Se han entregado bonos de vivienda de hasta $ 6.000. Se permite la importación sin aranceles del vehículo familiar. Se brinda asesoría jurídica para el retorno. Este gobierno es el que más se ha preocupado de los ecuatorianos que viven fuera de su patria. Esa preocupación es necesaria, reconociendo que salir del propio país y ser ‘el extranjero’ es duro y muy difícil. Solo la promesa de un mejor futuro hace que vivir así sea tolerable. Pero, digan lo que digan, ya no se ve la desgarradora escena de la cabecera sur del aeropuerto. Ahora, a Ecuador vienen personas a vivir porque creen que vale la pena venir. En la inmensa mayoría de casos los ecuatorianos regresan con nuevos conocimientos y habilidades. En este punto quiero recordar la historia de Jim Rohn, sobre el señor al que le quitan un millón de dólares y no se apena. Ese hombre razona que, si uno es capaz de hacer un millón de dólares y luego se queda en la calle, lo importante no es perder el millón, sino ser capaz de conseguir el dinero nuevamente. Ahora bien, yo no hablo de dinero. Lo que quiero decir es que los ecuatorianos que han regresado por la crisis de Europa llegan a un Ecuador que les ofrece más oportunidades que nunca para poder capitalizar sus sueños. Y con su experiencia adquirida afuera, sus conocimientos y habilidades, sabrán cómo hacerlos realidad. (O)