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El Telégrafo
Roberto Follari (*)

La moralina de la derecha contra Dilma y Cristina

02 de septiembre de 2016

Destituyeron a Dilma, en esa crónica de muerte preanunciada. No fue por razones de corrupción; pero hicieron creer a muchos que sí. En verdad, el uso de partidas de presupuesto para rubros diferentes, según necesidades, es un procedimiento que se da sin problemas en muchas latitudes. Pero la derecha descargó su furia restauradora y su deseo de retorno al gobierno, en nombre de la transparencia institucional. Es decir: inventó un relato según el cual quería acabar con la corrupción, cuando en realidad quería acabar con el gobierno de Dilma y el ciclo del PT. En nombre de la institucionalidad lesionó tal institucionalidad.

El cuento de la corrupción da buenos resultados. En el caso brasileño la situación es escandalosa: si bien es cierto que en el PT hubo financiamientos ilegales -de los que no se ha demostrado que participara Dilma- gran parte de los diputados que votaron el impeachment están acusados de corrupción, así como lo están el nuevo presidente Temer, e incluso los dos políticos que le siguen en la sucesión presidencial. En otras palabras: acusando a otros de corrupción se obtienen buenos frutos, aun cuando los acusadores sean sujetos de corrupción. Funciona lo del ladrón que grita: “¡Persigan al ladrón!”.

En Argentina también da réditos denunciar corrupción -muchas veces solo supuesta, algunas real- en el gobierno anterior. Ante la desértica realidad del gobierno macrista con caída salarial, desocupación creciente, depresión general de la economía y derrumbe de los índices de consumo, viene bien decir que hubo mucha corrupción en el gobierno anterior, como modo de tapar y distraer del oscuro presente. Más aún: alguna gente puede creer (con fuerte apoyo mediático y presión judicial permanente) que si ahora hay pocos fondos y recursos, ello es por culpa de la pretendida corrupción previa y no de la tendencia ideológica en la gestión gubernamental, esa que -por ejemplo- ha endeudado al país en más de 30.000 millones de dólares en menos de 9 meses de gestión.

Poco importa, para esta campaña sedicentemente moralista, que la corrupción del actual gobierno sea galopante, que el presidente esté imputado por los ‘Panama Papers’ y la vicepresidenta, por no poder explicar dineros que maneja; que el ministro Aranguren y varios subsecretarios de Estado tengan causas iniciadas por irregularidades diversas, que el dinero de la familia presidencial provenga de negocios muy discutibles con el Estado, o que las fundaciones ligadas al actual partido de gobierno aparezcan lejanas a cualquier transparencia. Igual, acusar de corrupción a los gobiernos populares parece ser un recurso ampliamente eficaz, siquiera porque la corrupción de gobiernos ligados al empresariado se disimula más, en tanto muchos ciudadanos suponen que los negocios implicarían por sí mismos cierta licencia para salirse de las reglas, licencia que, paradójicamente, no le estaría otorgada a los políticos. (O)

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