Un anhelo del establishment en países en que hay gobiernos populares (Bolivia, Ecuador, Venezuela, Brasil, Uruguay) es establecer la pretendida ‘unidad opositora’. No es que todos pasen a pensar igual, que depongan sus identidades previas o que dispongan de algún programa en común. No. Solo los mueve el rechazo visceral a la pérdida de lo que ellos creen el orden natural de las cosas: los gobiernos de derecha, necesarios para que se restituyan los privilegios sempiternos de los de arriba, y se produzca el retorno al silencio y la invisibilización de los de abajo.
A veces tal forzada unidad se consigue totalmente (caso Venezuela en los últimos años), a veces no; a veces a medias, como sucedió recientemente en Argentina. Allí, desde lejos puede creerse que ganó la oposición unida. Pero en realidad fueron oposiciones varias, donde la izquierda tuvo sus propios candidatos -si bien minoritarios-, y la reunión de la agrupación de Macri (PRO) con la histórica Unión Cívica Radical (UCR, el partido más añejo de aquel país) dejó también fuera al llamado
Frente Renovador (de Massa y De la Sota, peronistas conservadores), el cual sacó un nada desdeñable 18% de votos en la primer vuelta.
O sea: las oposiciones no pudieron juntarse totalmente en la primera vuelta, en la que ganó Scioli, el candidato del entonces gobierno de Cristina Kirchner. En la segunda vuelta -exigida por la legislación argentina cuando la diferencia entre los dos primeros no es grande- los votos de esas agrupaciones que no se habían plegado a la alianza Cambiemos (que incluye a PRO/UCR y partidos menores) se repartieron: unos fueron a Scioli, pero en proporción mayor fueron hacia Macri. Por eso es que finalmente ganó este último.
Lo cierto es que la alianza PRO/UCR, ya en el gobierno, se ha revelado un fiasco. Estamos ante un gobierno del PRO, casi pura y exclusivamente. No solo es que todos los puestos estratégicos del Ejecutivo son del partido del presidente: más importante aún es que La UCR no es parte del espacio decisional. Todo lo deciden directamente en el PRO; a veces consultan protocolarmente a la UCR, a veces no; en otras ocasiones solo avisan a la UCR, a menudo ni siquiera eso. Ni hablar de los demás aliados menores, a quienes se ha otorgado algunas embajadas -la de Argentina en Ecuador es una de ellas- y casi nada más. No cogobiernan ni se los tiene en cuenta.
A partir de este ejemplo es importante saber -para otros países latinoamericanos- qué clase de unidad puede hacerse entre gallos y medianoches solo agitando el fantasma de ser ‘anti’, al unirse nada más que por oportunismo inmediatista, sin requisitos ni protocolos efectivos de acuerdo estratégico. Eso no sirve a la hora de ser gobierno. En el caso argentino, la asimetría en la alianza Cambiemos es obvia e indisimulable. La UCR puso su estructura nacional -que no posee el PRO- a cambio de hacerse cargo de decisiones de un gobierno sobre las cuales no tiene ningún control. Y cuyo costo político tendrá que pagar, como si efectivamente gobernara. (O)