Óscar Santillán vive entre Ecuador y Ámsterdam, recorrido de un día y tres horas en avión. Va y vuelve de su lugar de origen al viejo continente sin estar en ningún lugar. Las cajas que guardan todos los libros que quisiera ver en una sola biblioteca del —por ahora utópico hogar— están custodiadas en cada ciudad en las que ha estado. No sabe cuándo volverá por ellas. Su tránsito está atado al sentido de su obra: desea pensar tan lejos como fuere posible, reconoce el trazado de su ruta a través de lo improbable. Se alimenta de todas las atmósferas y de una vida poco sustentable. En su tránsito ha regresado su fascinación por Ecuador. Trabaja con narraciones que no se han contado, historias que permanecen ocultas, nuevas posibilidades de medir el mundo, de pensar la ubicación del poder, los vínculos del hombre con la naturaleza. Santillán extrae de lo inmaterial elementos que no tienen nombre para recrear la fascinación propia en fotografías, esculturas, réplicas de documentos objetos de poder. La búsqueda de la belleza en su obra —dice— ingresa en el territorio de lo oscuro, donde su definición se vuelve borrosa. Santillán es un artista contemporáneo nacido en Milagro, una ciudad de la Costa ecuatoriana donde la estética escultórica e identitaria se impone a través de una piña de cerámica en el parque central. Desde niño se aisló de esa mirada costumbrista. La soledad se le impuso cuando su familia se mudó a una casa en las afueras del cantón. Solo era posible llegar al hogar por una carretera de lodo de doble vía, transitada y peligrosa. En las tardes miraba a su padre dibujar líneas y figuras abstractas mientras esperaba la comida. Heredó esa manía y la replica cada vez que no quiere pensar en nada más, como una terapia de retorno a la infancia. En uno de sus juegos a solas construyó una ciudad para hormigas. Sus primeras esculturas fueron de lodo, pensando en la posibilidad de que las hormigas dejaran de habitar la casa para mudarse al territorio que él les había inventado. A los dieciocho años inició su fuga en la Academia por las artes. En Guayaquil, como entonces no había una facultad dedicada a lo suyo, se inscribió en la carrera de Diseño Gráfico de la Escuela Politécnica del Litoral (Espol), luego en el Itae. Después inició su periplo por residencias artísticas e hizo una maestría en Escultura en Virginia Commonwealth University. Siguió el tránsito. Se ha mantenido nómada. Entre 2002 y 2006 cargaba una valija. Estaba preocupado por el sentido social del arte. Tal vez caía en la tendencia de los artistas nacionales comprometidos con la sociedad, con reivindicar el discurso de la memoria, como cuando trabajó en la muestra colectiva Lo que las imágenes quieren con ‘Los Jornaleros’ o en la reconstrucción del monumento del héroe —categoría que le ha otorgado la historia—, el general Eloy Alfaro, que ahora se ubica a la entrada de Guayaquil, justo frente al Puente de la Unidad Nacional. En ‘Los Jornaleros’, se integró a una muestra que, según Andrés Isaac Santana en el diario español ABC, se trataba de una “exposición conceptualmente soberbia que patentiza la riqueza y solvencia del discurso estético latinoamericano contemporáneo y su incuestionable vocación crítica”. ‘El arrastre’, en cambio, era una escultura que trabajaba a partir del molde del monumento a Eloy Alfaro que en 1961 inauguraron los escultores Alfredo Palacio y el arquitecto Rafael Díaz. Cuando creó esta obra, la estatua tenía poco tiempo de haber sido trasladada de la Avenida de las Américas —donde se había deteriorado— a su ubicación actual frente al puente de la Unidad Nacional. Santillán planteaba que su escultura, en la que aparece un Alfaro que es arrastrado por la muchedumbre, en lugar de la escena triunfante de la original (una muchedumbre que impulsa a Alfaro hacia adelante), podría tener las mismas dimensiones que el monumento. Santillán tiene un “pasado contestatario”, dice el crítico Rodolfo Kronfle en su portal Río Revuelto. Estuvo vinculado a la política con un trabajo artístico anexado al movimiento social de la izquierda de entonces. Fue miembro fundador del capítulo guayaquileño de Ruptura de los 25. Trabajó en un sentido comprometido con la realidad política e histórica hasta el triunfo electoral de Rafael Correa y el levantamiento de la figura de Alfaro, quien en 2005 fue elegido como ‘el mejor ecuatoriano’ de todos los tiempos, a través de un concurso televisivo convocado por el canal Ecuavisa que se decidió con votaciones del público vía mensajes de texto. A raíz de las elecciones de 2006, los temas sociales se tomaron el debate público. A partir de ese entonces, Santillán cambió de perspectiva. “Me sentí —para bien o para mal— libre de carga. Me liberé de la valija de ‘responsabilidades sociales’. Me quedé sin valija y recordé que había otras cosas que me importaban más”, dice. De la preocupación política, el artista pasó a operar “en el terreno ampliado de la imagen, ante todo, por su potencial poético, susceptible de elaboraciones posteriores del receptor en función del alcance de su propia imaginación de la realidad”, dice Kronfle. En 2009, presentó en Galería DPM Un fantasma que recorre el mundo. Una muestra que integra a ‘Estrella Muerta’, una pequeña esfera que surge de un proceso químico para remover la tinta del libro Utopía de Tomás Moro. La misma técnica usó en ‘Memorial’: con la tinta de una edición de The New York Times formó un alce que se posa sobre los rastros del papel vaciado. El crítico de arte Guillermo Vanegas compara en el portal Esfera Pública las intenciones de la obra de Santillán con las de Óscar Wilde en La decadencia de la mentira, donde dos personajes, que buscan convencerse el uno al otro de lo errados de sus postulados estéticos, afirman lo que se espera del arte: O que exprese ‘el espíritu de su tiempo, las condiciones morales y sociales que lo rodean’, o que no exprese nada, ‘salvo a sí mismo’. Para Vanegas, Santillán intenta convencer más o menos de lo mismo con la obra que va por la línea de ‘Memorial’. Pero el artista no se reconoce en ese limbo en que el arte se debate entre ser una manifestación del espíritu de los tiempos o una forma de expresarse solo a sí mismo. Su trabajo —dice— se posiciona, de forma completamente articulada y meticulosa, en la línea entre lo probable y lo improbable. En la noción de la realidad misma: ¿qué es real, qué es la realidad que nos rodea, qué otras posibilidades tiene? “Mi práctica no es la de un arte autónomo como el arte abstracto, tampoco es un arte interesado por lo social, yo aspiro a llegar algún día a encontrar una esquina perdida de la realidad que no haya sido tocada por lo político, ni por la historia”, explica. La valija de la que se despoja para mirar sus nuevos intereses se forma en círculos. Siempre vuelve al terreno de lo improbable. El filósofo Theodor Adorno dice en su Teoría de la Estética que “en cada obra de arte genuina aparece algo que no hay. [...] Cuando un no-existente surge como si fuese existente, se pone en movimiento la cuestión de la verdad del arte. Sobre la base de su simple forma, el arte promete aquello que no hay, anuncia objetivamente (aunque de forma defectuosa) la pretensión de que tal no-existente, en tanto se muestre, debe también ser posible”. Santillán considera su obra desde una búsqueda no histórica sobre el mundo, “una sensación de explorarlo con los sentidos, verlo como si las cosas, los fenómenos o el paisaje no tuvieran nombres asignados. Es una relación incluso preverbal de las cosas que me fascinan, así empiezan a aparecer las posibilidades de mis obras”. Cree que el ser humano tiene desde pequeño una fascinación por los hechos que no se pueden explicar de manera causal (asignando un nombre a las cosas), como ir caminando por un lugar sin edificios cerca y de pronto sentir que cae una gota de agua. “No tiene nombre, pero uno se fascina de la misma manera que lo haría un hombre en un momento anterior, en el que el lenguaje no haya estado articulado de la manera que lo conocemos hoy. Es una fascinación que precede a la invención del lenguaje”. La obra de Santillán transita por una estructura narrativa. Sus imágenes tienen una entrada y un escape, un desenlace y un proceso que se vuelve complejo a pesar de lo básica que puede resultar la idea primigenia. En ‘Afterword’, obra expuesta en su más reciente muestra —en galería NoMínimo—, El triunfo del placer, usa textos que Friedrich Nietzsche mecanografió en una extraña máquina de escribir, marca Malling Hansen, que se asemeja a una esfera de cristal. En la familia del hombre que diseñó el artefacto había una vidente y Nietzsche pensó que esta máquina cambiaría su obra y su pensamiento. Pero la máquina fallaba. El artista parte de la obra que —reconoce— es el menor aporte filosófico de Nietzsche. “Los documentos que él nunca pudo escribir... Esos son los que me interesan. Tomo ese punto de partida y luego armo una narrativa sobre un aspecto imposible y una relación que tenía Nietzsche con la danza. Un filósofo alemán me contó, mientras revisaba su archivo, que Nietzsche danzaba todos los días”. En la instalación de ‘Afterword’, tras una lámina de vidrio, se encuentra un fragmento de los mecanografiados. Lo robó para que un vidente se comunicara con el filósofo alemán. Un video muestra al vidente, que insistía en que no sabía bailar, interpretar la danza de Nietzsche enseñándole a bailar a sus manos. Santillán dice preguntarse siempre dónde está el poder. “Generalmente, cuando pensamos en poder, pensamos en lo político y económico, pero está en cualquier relación entre seres. En biología ves relaciones entre animales. Hay un espacio que está en negociación, es el espacio de los seres, de poder”. Ese esquema que pretende representar el rol del poder está en sus fotografías, o en ‘El intruso’ una instalación a la que varios medios británicos llamaron “vandalismo”, por robar una piedra del punto geográfico más alto de Inglaterra para exponerla en una galería. Santillán trató de encontrar una pieza minúscula, completamente irrelevante, como la piedra que estaba al lado de esa piedra, “pero esa piedra es de poder y es el objeto que me llevo porque tiene poder en sí mismo. Es un objeto al que se le ha asignado una categoría específica, es la piedra en la parte más alta de un país y lo que hago es localizar ese punto de poder que le ha sido asignado para extraerlo, llevármelo”, dice. La obra con la que se proyecta en los próximos años está más cerca de Ecuador. Ha vuelto al país fascinado con su historia natural porque la historia política “es muy fácil”, aunque no lo parezca. Una de las formas de mirar a Ecuador en su retorno fue pedir la medida exacta del peso de la luz sobre el planeta. Trabajó con un científico del departamento de Economía de la Universidad de Ámsterdam. Con ese dato, viajó al volcán Chimborazo, el más alto del país, el lugar de la Tierra más cercano al sol (por el ensanchamiento del planeta). En este entorno, la luz es más intensa. No le interesa encontrar una historia perdida que pueda servir para entender mejor la realidad. Le interesa hallar los bordes y empezar a especular sobre lo improbable. Quiere que esos nexos con la historia natural en la que ahora indaga lo hagan regresar al país. Quiere un hogar donde poder reunir su biblioteca, un lugar para saber que tiene adonde volver. Aunque sabe que no dejará de viajar en la búsqueda de la belleza. “Nunca regreso a la realidad. De alguna manera sigo haciendo ciudades para hormigas”.